Centinelas Andantes

Capítulo 17 - Desesperación

Tal cual lo había anticipado Lorenzo, la bestia desapareció tras las Colinas Serpenteantes, eminencias cuya altura alcanzaba a ocultar incluso la mezcla de humo y vapor iluminada por el faro.

Llegado el momento, el cabo exclamó:

—¡Silencio!

Los excavadores se detuvieron, y el ruido de los picos contra el suelo le cedió el paso al traqueteo característico de la temida maquinaria. El suspenso repercutía en las carótidas.

—Ya casi está aquí —avisó el cabo.

La incertidumbre no duró mucho más. Finalmente, el monstruo metálico dejó de ocultarse. Era una enorme carcasa negra montada sobre dos orugas articuladas de seis ejes. De la parte trasera de la carrocería salía la chimenea que expulsaba el humo producido por la quema de carbón en el interior; también expulsaba el vapor de agua gastado. De los laterales se desprendían dos brazos que daban soporte estructural a los cilindros.

Dentro de cada brazo existían dos tubos. Por uno circulaba el vapor recién generado en la caldera, el cual transportaba la energía que movía el pistón. Por el otro tubo corría el vapor gastado en dirección a la chimenea, donde creaba un vacío que favorecía el tiro del hogar.

Las ruedas motrices, ubicadas en el eje trasero, eran exactamente iguales al ejemplar mostrado por la alcaldesa de Senda Floral. El faro sobre el techo era idéntico al exhibido en el Museo de los Vestigios.

—¡Guau! —expresó Bruno.

—Entonces, en verdad existen —comentó obnubilada Filomena, resignada a creer en lo que sus propios ojos estaban viendo.

—Al final, Don Argimiro tenía razón —dijo Ivo.

—¡Qué maravilla de la ingeniería! —manifestó emocionada Penélope.

—Claro que lo es —agregó Máximo—; es una verdadera maravilla de la ingeniería.

La colosal mole transitaba en paralelo al foso, a una distancia que se consideraba segura para los obreros. La costumbre era que recorriera unos cuantos metros y luego se retirara hasta perderse en el horizonte, pero esta vez las cosas fueron diferentes. Sorpresivamente, la bestia metálica realizó una inédita maniobra: inició el viraje hacia los trabajadores.

—Un segundo… esto no es normal —dijo con justificada preocupación Lorenzo. Apenas confirmó las intenciones del enemigo, ordenó—: ¡Fuego!

Los miembros de la escuadra dispararon sus mosquetes, y las municiones rebotaron en la carrocería de hierro, como era de esperarse. Una vez que completó el tosco y lento giro, el vehículo acorazado se acercó y respondió lanzando un chorro de fuego griego en dirección a la multitud, chorro que por suerte se quedó corto. El fuego griego era un arma devastadora, cuya llama resultaba muy difícil de apagar, con fama de avivarse en contacto con el agua.

—¡Corran! ¡Que todo el mundo abandone el lugar! ¡Ya mismo! —exclamó enérgicamente Lorenzo.

Los obreros arrojaron las herramientas y enfilaron a toda prisa hacia las barracas. Por su parte, los cuatro miembros de la escuadra escaparon de espaldas. Efectuaban la difícil tarea de gatillar y recargar sus mosquetes en plena marcha, en un agónico intento de al menos dañar la lámpara del faro. Lamentablemente, no consiguieron ni siquiera romper la vidriera exterior, cuyos cristales repelían los disparos como la misma carrocería.

Al llegar al puesto avanzado, el personal del extremo del foso encontró al sargento y al resto de las tropas en plenos preparativos de evacuación; ya estaban al tanto de que la amenaza se dirigía hacia ellos. Con suma desesperación, enlistaban los caballos y cargaban lo indispensable en los remolcadores. Por razones de fuerza mayor, no hubo tiempo para desensamblar las barracas.

Con todos los civiles y militares acomodados en los vehículos, y en algunos caballos individuales, se inició la retirada rumbo a Malas Tierras. A máxima velocidad, los aterrados llegaron a las inmediaciones del poblado a la mañana. Los guardianes locales, desconcertados por la prematura visita, salieron a recibirlos. Apenas fue notificado de la nefasta circunstancia, Carlos hizo señas al campanario para que el portón frontal fuera abierto.

Se organizó una asamblea de emergencia. El sospechoso movimiento entorno al edificio correspondiente, sumado a las caras de preocupación de las autoridades, no tardó en llamar la atención de la población común, que comenzó a exigir explicaciones. Como cada aldeano tenía derecho a saber, Carlos se encargó de comunicar la delicada información. Lógicamente, la pérdida del puesto avanzado y la posibilidad del acercamiento de una unidad de los Centinelas Andantes causaron malestar entre la muchedumbre.

Con la presencia de los principales representantes de Malas Tierras y del pelotón, la asamblea dio inicio.

—Tenemos que prepararnos para lo peor —dijo el sargento Fernando.

—Es poco probable que el vehículo llegue hasta aquí —opinó Don Facundo, uno de los más viejos habitantes del asentamiento—. Sabemos que viene desde muy lejos y necesita recargar agua para circular.

—El problema es que dejamos el tanque principal del puesto avanzado lleno. Además, quedó el carbón destinado a calentar el agua de las duchas —informó Fernando—. ¡Maldición!, tendríamos que habernos deshecho de todo antes de abandonar las barracas.

—No es momento de reproches —comentó Doña Viviana, otra de las personas más longevas de Malas Tierras—. Mejor, enfoquemos las energías en idear un plan.




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