En las primeras horas de la tarde, el centauro entraba en Reflejo de Sal, una aldea emplazada a la vera de un oasis de agua salada. Esta agua permitía el crecimiento de un vasto bosque de palmeras, fuente de madera de excelente calidad.
Los viajeros se presentaron con el alcalde y solicitaron su ayuda para derrotar a la unidad de los Centinelas Andantes durante un potencial enfrentamiento.
—Cuenten con el total apoyo de Reflejo de Sal —dijo el alcalde—. Debemos mantenernos unidos por la causa en común.
Sin perder un segundo, la escuadra y los mellizos se dirigieron hacia el aserradero. Allí, los ingenieros le mostraron los planos del arma a Aldo, el carpintero.
—Es un fundíbulo —comentó Máximo—. Se trata de una modificación de un artefacto conocido como «pedrera», modificación que reemplaza la fuerza humana por un contrapeso como fuente de energía.
—Puede hacerse —opinó Aldo—. Busquemos los postes con las dimensiones adecuadas para empezar a trabajar.
En el aserradero se formó un comprometido grupo de trabajo, que se complementaba por los sujetos que normalmente asistían a Aldo. Una de las tareas encomendadas a tales sujetos era conseguir las piezas prefabricadas que se emplearían en confeccionar el fundíbulo, como poleas, rodamientos, cuerdas y el malacate que ayudaría a elevar el contrapeso.
Se deseaba que el proyectil alcanzara la máxima distancia posible y, para eso, se debían tener en cuenta varias cuestiones; por ejemplo, la altura del eje que soportaba la viga. A mayor altura del eje, el contrapeso que colgaba del brazo corto tendría mayor recorrido vertical para caer, lo que transmitiría mayor potencia hacia el brazo largo (el de la honda con la bala). Otra de las cuestiones que influirían en la distancia alcanzada era la masa del contrapeso. Para disparar un proyectil de cien kilogramos, se necesitaba construir un cajón que pudiera contener toneladas de lastre rocoso en su interior.
Llegó la segunda noche y con ella se acabó la paz en Malas Tierras. El cornetista del campanario ejecutó el característico toque de alerta. Los aldeanos, que hasta ese entonces mantenían la esperanza de que este momento nunca llegaría, se alborotaron entre un pánico más que comprensible. Por su parte, los militares corrieron hacia sus puestos.
La unidad de los Centinelas Andantes se detuvo a escasos metros de la entrada principal del pueblo, y ahí se quedó inmóvil mientras sus tripulantes evaluaban los pasos a seguir. Finalmente, la mole de hierro prosiguió con la única opción considerada asequible para cruzar: incinerar el portón de madera. Inmediato al primer chorro de fuego griego, los soldados subidos al andamio comenzaron a arrojar arena desde adentro hacia afuera, para sofocar las llamas. El cornetista, que observaba la secuencia desde la altura del campanario, comunicó con el pulgar hacia arriba que la medida defensiva estaba resultando exitosa.
El vehículo acorazado mantuvo un buen rato el ataque con el lanzallamas, hasta que el tanque del líquido inflamable se agotó por completo. Confundidos por lo inexplicablemente resistente del portón, los sitiadores emprendieron la retirada. Ante el inmejorable suceso, el júbilo de los sitiados fue indescriptible.
Cuando la luz del faro se perdió en la lejanía, los soldados salieron para evaluar, iluminados por candiles, lucernas y antorchas, los daños sufridos por el portón. Si bien la madera manifestaba cierto grado de carbonización, aún presentaba la integridad suficiente como para evitar la invasión intrusa. Ahí nomás, los asediados entablaron tareas de reparación.
—No sabemos cuándo retornará —dijo el sargento—. Podría ser en un par de horas. Por eso, saquemos madera desde donde podamos y reforcemos las partes más deterioradas del portón, ya mismo.
Apenas terminaron de parchar la entrada, volvieron a empaparla con vinagre.
Pasaron los días, y el fundíbulo tomaba la forma definitiva en el aserradero, antes del plazo calculado por Penélope. Uno de los últimos procesos correspondía a la instalación de la honda, la cual fue confeccionada en un taller aparte, bajo estrictas especificaciones que comprendían medidas y materiales.
Toda la estructura de madera estaba montada sobre una robusta plataforma con cuatro rodachinas grandes debajo, cuya función radicaba en permitir el desplazamiento del fundíbulo por el terreno. Los soportes verticales de las rodachinas contaban con un sistema que permitía configurarlas de dos modos: «traslado» y «combate». Una vez que las ruedas eran orientadas en la dirección deseada, se bloqueaban con un perno.
El mecanismo del arma funcionaba de maravilla, al menos, vacío. Se debía esperar hasta llegar a Malas Tierras para probar su verdadera eficacia. Resulta que la escuadra necesitaba guardarse las municiones de mosquete para garantizar la defensa durante el camino de vuelta, por lo que no era posible fabricar una esfera gigante de plomo. Los ingenieros consideraron que cargar el contrapeso para probar el arma con el lanzamiento de una roca no valía la pena.
Después de los retoques finales, los constructores se relajaron. Aldo se apareció en el aserradero con un canasto lleno de cocos. Ayudado por un martillo, abrió las frutas y las repartió entre los mellizos y la escuadra.
—Beban —dijo el carpintero.
—Es agua —comentó sorprendida Penélope tras darle un sorbo al líquido proveniente del interior de la drupa.