Esa noche finalizó sin novedades, y lo mismo pasó con la siguiente. A la tercera noche, cuando parecía que la bestia metálica no retornaría, la luz del faro brilló a lo lejos. De acuerdo al protocolo establecido, el toque de corneta despertó a cada alma en Malas Tierras.
Los involucrados en la misión corrieron a toda prisa hacia el campo de tiro. Algunos individuos se dedicaron a encender las antorchas, que hasta ese entonces permanecían apagadas para no confundir la visual del cornetista. El resto de los involucrados se dedicó al fundíbulo.
Lorenzo comenzó a girar el malacate que bajaba el brazo largo de la viga, tal cual se había ensayado. Seguido, Igor cargó la bala. Con el artefacto listo para disparar, sólo quedaba esperar la lenta llegada de la unidad de los Centinelas Andantes. La ansiedad aumentaba según pasaban los minutos.
Fernando se concentró en observar, con ayuda del catalejo de los mellizos, la trayectoria elegida por la máquina humeante para cruzar el semicírculo. El sargento necesitaba conocer con anticipación el punto hacia dónde alinear la viga del fundíbulo. Claramente, acertar a un objetivo móvil excedía con creces la dificultad de practicar con banderines.
En fin, cuando lo consideró oportuno, Fernando removió el seguro de un tirón, y el desastre se desató frente a la mirada decepcionada de los presentes. Resulta que la bala salió despedida en línea recta, en diagonal hacia abajo. La explicación era sencilla: con tantas pruebas, el pivote se había corrido.
Máximo se desplomó sobre sus rodillas, al considerar que tanto esfuerzo había sido en vano. Penélope se lo tomó distinto; vio en el percance una oportunidad.
—Hay que medir la nueva distancia y recuperar la bala —dijo la ingeniera.
—¿Para qué? —preguntó Máximo en plena congoja—. No hay tiempo de amartillar la viga; tenemos al maldito bicho casi encima.
—Aquí no hay tiempo, pero tras el portón sí —repuso Penélope.
—Puede ser, pero recuperar la bala sería un suicidio, después de todo —replicó el sargento.
Si bien el proyectil no había volado tanto como lo hacía con el pivote en la posición original, había picado para después alejarse rodando en dirección al semicírculo de cal. A diferencia de los lanzamientos en los que la esfera de plomo describía una trayectoria curva y se enterraba, ahora había hecho una especie de cabrilla. Como sea, Ivo no dudó y salió en busca de la bala.
—¡Espera!, ¡no lo hagas! —exclamó Filomena.
—Bueno, tratemos de que su sacrificio valga la pena —comentó Fernando, y le pasó el catalejo a Penélope.
El sargento recogió el carretel de hilo y se dirigió hacia donde había picado la bola. Tomó la medida y se pegó la vuelta de inmediato, puesto que no era necesario trazar ningún semicírculo. Las rodachinas fueron configuradas en modo «traslado», la lanza de la plataforma fue desanclada y el fundíbulo fue empujado hacia adentro del poblado.
En simultáneo, Ivo forcejeaba con la densa esfera de plomo. La llevaba con la planta del pie. Hay que tener en cuenta que el granjero no era tan fuerte como Igor, por lo que la tarea le resultaba en extremo dificultosa. El monstruo de hierro no tardó en advertir su presencia y en enfilar hacia él, con un notable aumento de velocidad.
—¡Apúrate! —gritó Bruno, carcomido por el nerviosismo que provocaba la situación límite.
No bien lo tuvo a tiro, el vehículo acorazado lanzó un chorro continuo de fuego griego en dirección a Ivo, quien instantáneamente sintió el calor abrasante en su espalda, incluso sin ser alcanzado. Cuando la llama casi entraba en contacto con su cuerpo, el granjero le dio el último impulso a la bola y la introdujo por la entrada. El muchacho ingresó, y el portón fue bruscamente cerrado frente al enemigo.
La unidad de los Centinelas Andantes desplegó todo el poder del fuego griego contra la madera. De igual manera que durante el primer intento de invasión, unos soldados subidos al andamio respondieron arrojando arena por arriba del portón.
—¡Me arde! —gritaba el granjero mientras se quitaba la camisa.
Al descubrir su espalda, se reveló que la piel estaba severamente enrojecida. Bruno y Filomena ayudaron al herido a que llegara hasta la casa de Carlos, donde sería atendido.
El fundíbulo fue estacionado donde la medida de hilo quedaba tirante desde el portón frontal como punto de partida. Como esta vez no haría falta rotar el arma para apuntar, no era necesario atravesar la barra de acero en un tubo enterrado. A causa de la generosa anchura del enemigo, bastaba que la viga apuntara al centro del portón para dar en el blanco.
Lorenzo emprendió la bajada del brazo largo con el malacate por enésima vez. Con el arma amartillada, Máximo ajustó fuertemente el pivote en la nueva posición, para fijar el último ángulo de salida y evitar que volviera a correrse. Después, Igor introdujo el proyectil en la honda. Una vez que cada pormenor estaba atendido, el sargento les ordenó a los soldados del andamio que dejaran de arrojar arena y que despejaran el camino. La idea era permitir que la unidad de los Centinelas Andantes ingresara al asentamiento.
Cuando el enemigo terminó de carbonizar la madera, hizo marcha atrás para tomar carrera. Finalmente, encaró el portón a toda velocidad, con la intención de atropellar a cada ser vivo que se hallara al otro lado.