Centinelas Andantes

Capítulo 22 - Oasis

El Destructor llegó a la Sierra Picos Arcaicos, una cadena montañosa que nacía en Gema Corindón y pasaba por Lago Abasto. Los tripulantes de la mole artillada se bajaron entre un júbilo absoluto y se unieron a las tropas de Bárbara. El remolcador había llegado hacía bastante, a un ritmo lento, pero constante. La misión había salido a la perfección, con la prolijidad de un artista, y ahora sólo quedaba esperar que la nube tóxica se desvaneciera, para cruzar y dirigirse hacia el pueblo poseedor del tan valioso oasis.

—La máquina consumió la mitad del agua —informó Máximo.

—Pero si sólo hemos recorrido poco más de treinta y cinco kilómetros desde el abastecimiento —repuso el comandante.

—No se preocupe. A marcha lenta, llegaremos sin ningún problema —comentó el ingeniero con el rol de fogonero—. Así que podríamos emplear las reservas de agua del remolcador en hidratarnos e hidratar a los animales.

—Bueno, de ser así, hidratémonos.

Más tarde, con los primeros rayos del amanecer, Roberto determinó que era seguro cruzar:

—Vayan, nomás —le dijo a Bárbara—. Las probabilidades de que en estos pagos sean emboscados por la Tribu Escorpión son casi nulas.

—Entendido, mi comandante —contestó la sargento—. Nos veremos allá.

Al ver que el remolcador partía en solitario, Ivo le consultó al coronel:

—¿Por qué no vamos con ellos?

—Los tripulantes del remolcador deben notificar la procedencia de este vehículo a las autoridades de Lago Abasto, como ustedes nos avisaron al acercarse a La Ciudadela. Es para que no nos ataquen.

—¿El oasis posee artillería? —preguntó el granjero.

—Está defendido por una bombarda —respondió el coronel—. No es tan poderosa ni precisa como los cañones legendarios, pero siempre ha mantenido alejados a los Centinelas Andantes.

Tras aguardar el tiempo que el comandante creyó conveniente, el Destructor enfiló hacia su destino. El pesado vehículo transitó por el desierto sin percibir la mínima amenaza.

La formidable máquina acorazada fue recibida entre barullo y celebraciones por parte de los habitantes de Lago Abasto. Como era de esperarse, la mole artillada fue rodeada por la curiosa muchedumbre: hombres, mujeres, niños, ancianos abandonaron sus actividades para conocerla. Entre las masas y su algarabía se abrió paso Jacinta, la alcaldesa del asentamiento.

—¡Bienvenidos, héroes! —expresó la mujer—. Se los ve agotados. Mi asistente los acompañará al hotel para que puedan asearse, alimentarse y descansar. Claro está, todo corre por mi cuenta.

—¿Aquí hay un hotel? —preguntó Ivo.

—Pues sí —respondió Jacinta—. Fue construido para satisfacer la inmensa demanda de alojamiento que, previo a la Hilera Nebulosa, realizaban los transportistas de agua. Supongo que nos espera un nuevo aluvión de huéspedes a partir de ahora.

—Ojalá así sea.

—En fin, preparamos una mesa con los mejores víveres para que tanto ustedes como el grupo que llegó antes puedan deleitarse.

—Bueno, muchas gracias —dijo el granjero.

—No, gracias a ustedes por habernos librado de esas bestias —manifestó Jacinta—. Cuando se encuentren en condiciones, nos conoceremos mejor.

En los días venideros, Filomena terminó de curar el hombro de Sebastián. Mientras tanto, Máximo y Penélope les realizaron la primera rectificación integral a los mecanismos del vehículo acorazado: aceitaron engranajes, cadenas y rodillos. También repararon o sustituyeron ciertas piezas desgastadas. Bruno asistió al herrero que confeccionó los repuestos encargados por los mellizos. El hierro necesario debió reciclarse desde donde se pudo, ya que no era accesible para Lago Abasto, ni por yacimientos ni por comercio.

Por su lado, el coronel Roberto se dedicó al mantenimiento del cañón; sobre todo, limpió minuciosamente el ánima y la recámara, partes que presentaban residuos de pólvora. Además, revisó la condición estructural de toda el arma, puesto que el bronce tendía a agrietarse con el uso, situación que podría resultar fatal en un eventual disparo futuro. El coronel también corroboró que las abrazaderas se conservaran firmes y operativas después de soportar el estrés de los cañonazos.

En cuanto a Ivo, por esos días se encargó de la limpieza general del Destructor, nada que exigiera mano de obra calificada: barrió el habitáculo para retirar las cenizas del suelo y quitó el hollín de la chimenea. Mientras parado sobre el techo pasaba un cepillo de mango largo por el interior de la caja de humos, entabló una conversación con Roberto, que para ese entonces se encontraba lustrando la superficie del cañón con un producto abrillantador.

—¿Usted cree que podríamos liberar a los esclavos? —preguntó Ivo.

—Lo veo imposible —contestó el coronel—. La base enemiga debe de estar repleta de Centinelas Andantes. Con que la Hilera Nebulosa haya sido cancelada a causa de nuestro golpe, y espero que así sea, tenemos que contar con la presencia de al menos siete bestias metálicas.

—Comprendo. —El granjero recibió con desilusión la respuesta.

—Además, lo más probable es que, por el desconcierto, la base sea reforzada por aquellos Centinelas Andantes que acostumbran a patrullar en solitario —señaló Roberto—. Como sea, en relación a los esclavos, ojalá que el Temerario Julio se encuentre con vida.




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