Centinelas Andantes

Capítulo 23 - Calles peligrosas

Las unidades invasoras se desplazaban en formación triangular, como si fueran las quince bolas de un billar. Esta disposición representaba una mala elección para los asaltantes, ya que les quitaba capacidad ofensiva a los vehículos internos. Otra razón para que una formación tan ajustada se considerara contraproducente era que aumentaba la probabilidad de éxito de la bombarda; si bien dicha especie de cañón primitivo carecía de precisión, era cuestión de que el artillero apuntara al centro del amontonamiento para acertar a alguno de los objetivos.

Así fue: de repente, se oyó un zumbido proveniente desde las alturas, que culminó en un estrepitoso chillido, causante de aquella sensación desagradable conocida como dentera. Resulta que un inmenso bolaño de quinientos kilos voló desde la antigua mina de cobre y cayó sobre uno de los monstruos metálicos. Los proyectiles de la bombarda eran bloques de piedra maciza rústicamente redondeados, los cuales no explotaban. No obstante, aunque el objetivo no detonó, fue aplastado y quedó absolutamente inutilizado.

Tras la baja, los Centinelas Andantes restantes se separaron, con la intención de no volver a ser víctimas del mismo error. Finalmente, llegaron al asentamiento. Cabe aclarar que Lago Abasto no poseía murallas, situación promovida por el progreso y la continua expansión urbana.

Tan pronto como la horda pisó la periferia, cada uno de sus miembros enfiló por una calle distinta, todas paralelas. La primera calle no fue ocupada, debido a la falta de edificaciones en una de sus manos. Bien, las catorce bestias dieron rienda suelta a su odio corrosivo, y comenzaron a rociar el fuego griego sobre las casas, las cuales no tardaron en arder descontroladamente. En instantes, las rojísimas llamas se elevaron como columnas de destrucción y envolvieron las propiedades hasta incendiarlas por completo.

Como medida de precaución, los invasores avanzaban sin seguir un patrón fijo. De esta manera, evitaban que la artillería enclavada en las alturas de la mina de cobre predijera sus trayectorias. Después de incinerar una propiedad, bien podían continuar por la propiedad aledaña o bien por aquella ubicada en la vereda de enfrente. Aun con esta astuta artimaña en contra, la bombarda era capaz de atinar a los desdichados que se quedaban estáticos durante demasiado tiempo.

El cañón del Destructor apuntaba en perpendicular a la segunda calle; el coronel aguardaba que el primer enemigo asomara por la esquina, en dirección de izquierda a derecha. Desafortunadamente para los nobles cazadores, el objetivo cruzó por delante a máxima velocidad. Resulta que los tripulantes del vehículo invasor eran conscientes de la vulnerabilidad que otorgaba la falta de edificios de la intersección.

—¡Boinas con piojos! —pronunció el coronel, que no se animó a disparar por miedo a desperdiciar una granada. Entró al vehículo y dijo—: este plan es inviable.

—No nos dejan otra opción que encararlos de frente —opinó Ivo al ver la nube tóxica que el enemigo soltaba a su paso.

—No creo que se queden quietos a la espera de que los aniquilemos —replicó irónicamente Penélope.

—Si tan sólo pudiéramos sabotear la válvula de seguridad… —dijo Máximo.

—Iré yo —manifestó Ivo—. Yo sabotearé esa válvula.

—¿Estás seguro? —preguntó el comandante—. Mira que te expondrías a un peligro de muerte.

—Sí, iré. Indíquenme cómo hacer.

El granjero fue equipado con una de las máscaras antigás y con una llave sacada de entre las herramientas de los mellizos.

—¿Y la bombarda? —consultó Filomena—. Deberíamos considerar el fuego amigo.

—Yo podría subirme al techo de un edificio y hacerle señas —comentó Bruno—. Supongo que, conmigo en el techo, se evitaría disparar en mi dirección.

—No puedo permitirlo —objetó Roberto—. Eres sólo un niño.

—Mañana cumpliré doce, señor.

—Pues seguirás siendo un niño —repuso el coronel.

—¡En marcha! —exclamó Bruno sin dar tiempo a vacilaciones, y recogió la otra máscara antigás.

El Destructor le metió hasta el final de la primera calle, al fondo del pueblo, muy cerca de la entrada a la antigua mina de cobre. La mole artillada dobló hacia la izquierda en la calle Lirón y luego recorrió los cien metros de la manzana. Tras llegar a la esquina que daba a la segunda calle, tanto Ivo como Bruno se bajaron y corrieron sigilosamente por la vereda en dirección al primer enemigo, que se acercaba arrasando todo a su paso.

Al encontrar la casa indicada, Bruno empezó a escalar. El hábil chico llegó al tejado en unos pocos movimientos, y desde allí agitó sus brazos con vista a la antigua mina de cobre.

—Mire eso —le dijo el artillero de la bombarda a Jacinta.

—Ese es Bruno —repuso la alcaldesa mientras echaba un vistazo con un catalejo. Luego, le cedió el instrumento óptico a Bárbara.

—Efectivamente, es Bruno —confirmó la sargento.

—Ten cuidado en no darle —le indicó Jacinta al artillero, a la vez que se empeñaba en enviar una señal solar con una gran cuchilla de acero.

—Ya sé lo que intenta comunicar el niño. Mire. —Bárbara le devolvió el catalejo a la alcaldesa, por el cual se podía ver a Ivo en acción.




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