Ivo, agotado por el esfuerzo, dejó al coronel alejado del peligro, y ambos se relajaron.
—¿Y el otro enemigo? —preguntó el comandante apenas se quitó la máscara.
—Escapó —respondió el valiente granjero—. La batalla finalizó.
—Enhorabuena —repuso el coronel, entre quejidos ocasionados por las quemaduras de su espalda.
Esa noche no fue de descanso, sino todo lo contrario. La población bajó del refugio y se organizó una evaluación de daños. Más de la mitad del asentamiento estaba devastada, y el dolor se reflejaba en los rostros de cada individuo. La gente rompía a llorar desconsolada cuando encontraba sus dominios en ruinas irrecuperables.
—Este calvario es culpa nuestra —dijo angustiado Roberto.
—Con todo respeto, que ni se le ocurra creer eso —replicó la alcaldesa—. Esos malditos nos tenían aislados de la civilización, y era un asunto que tarde o temprano debía ser atendido.
—En la brevedad partiremos en busca de la unidad que escapó —manifestó el coronel—. Es ahora o nunca. No podemos dejar que los Centinelas Andantes se recuperen.
—¿En la brevedad? Pero usted está malherido, y la recuperación le demandará un buen tiempo —observó Jacinta—. Es más, ni siquiera sé qué está haciendo aquí. Debería estar haciéndose atender.
—¡Las heridas no me detendrán! En días iremos a la base de los Centinelas Andantes y les daremos el golpe final.
La población fue reubicada en los edificios que quedaban sanos. Lógicamente, para salir del paso, fue necesario que distintas familias compartieran vivienda. El grupo de cazadores forasteros se instaló junto a los servidores municipales y los miembros de las Carrozas Draconianas. El lugar de hospedaje era la casa particular de Jacinta, en las afueras. Resulta que nada quedaba del edificio del ayuntamiento ni del destacamento de las fuerzas de seguridad ni del hotel.
—Esto se ve muy mal —le comunicó Filomena a Roberto, en relación a su espalda.
Ivo no podía creer la firmeza que el comandante demostraba mientras era atendido por la médica, incluso con lesiones mucho más graves que aquellas sufridas por él en la batalla de Malas Tierras. Al finalizar las curaciones, se fueron a dormir.
Durante la tarde siguiente, se organizó un reducido festín en la casa de Jacinta, con motivo de celebrar el cumpleaños de Bruno. Si bien eran tiempos de mucho dolor, causado por las pérdidas materiales, el niño era merecedor de un agasajo especial, por haber arriesgado su vida al momento de enfrentar a los invasores. Afortunadamente, las partes del pueblo dedicadas a producir alimentos no habían sido alcanzadas por los invasores. Dentro de tanta desgracia, al menos, la comida no escaseaba.
Todos saludaron al cumpleañero con el más sincero cariño.
—¡Brindo por el más valiente muchacho que haya existido en la Franja Habitable! —proclamó Ivo, y todos correspondieron.
Mientras se deleitaban con los más deliciosos preparados culinarios, entre ellos un pastel con doce velas, los presentes entablaron una conversación relacionada con el asalto a la base de los Centinelas Andantes. Por decisión unánime, la misión se llevaría a cabo.
Apenas cuatro días después, de madrugada, un convoy conformado por el Destructor, el remolcador y cuatro unidades de las Carrozas Draconianas iniciaron el viaje hacia la base enemiga. La misma quedaba en una cueva formada en la Meseta Magnetita, sobre una ladera perpendicular a la ya extinta Hilera Nebulosa. Esta disposición geográfica explicaba por qué las explosiones de las siete patrullas habían pasado desapercibidas para la base. Dicha ventaja había sido tenida en cuenta por el alto mando del Ejército al momento de diseñar el plan en La Ciudadela.
La base de los Centinelas Andantes estaba emplazada en la ladera opuesta a aquella que, dos semanas atrás, había sido ocupada por los cazadores para refugiarse previo a atacar la Hilera Nebulosa.
En fin, para la tarde, la caravana ya pisaba tierras hostiles. Cuando los asaltantes se hallaban lo suficientemente cerca de la base, notaron que la abertura que en el pergamino figuraba como «entrada» era demasiado estrecha para que las unidades de los Centinelas Andantes pudieran cruzarla. Por consiguiente, asumieron que aquel enemigo que había escapado durante la batalla de Lago Abasto debía ser buscado en otro lado. Roberto tomó su puesto arriba del techo del Destructor, y la mole artillada inició un recorrido por las inmediaciones, con el cañón listo para ser disparado.
Por su parte, el remolcador y las cuatro Carrozas Draconianas avanzaron hacia la entrada. A medida que se acercaban, un silencio incómodo parecía representar la calma antes de la tormenta, sensación que se acrecentó cuando los asaltantes se bajaron de sus carruajes. Bárbara, sus tropas y los agentes intuían que algo pesado se desataría en cualquier momento, y así fue: no bien se asomaron por la abertura, fueron recibidos con una feroz balacera por parte de los malvados locales, balacera que fue respondida con el plomo de los mosquetes del bando bueno.
Cubiertos por los agentes de las Carrozas Draconianas, Bárbara y sus tropas aprovecharon para ingresar sigilosamente en la caverna. El lugar era un descomunal hueco natural en penumbras, cuyo principal propósito consistía en alojar la sofisticada maquinaria que producía las bestias metálicas. Lo más imponente del recinto eran los cuatro altos hornos que se empleaban en fundir hierro en cantidades industriales. Junto a los hornos se hallaban los moldes de las diferentes partes.