Cuando el convoy dobló en el accidente geográfico que los locales llamaban «cuello de botella», el reparo de la sierra quedó atrás, y el grupo de extranjeros descubrió un nuevo ecosistema. Lo primero que sintieron fue un golpe de aire húmedo en la cara, que les llegó a través de las aberturas de los carruajes. Cabe mencionar que la humedad no era elevada en términos absolutos, sino que la percepción de los aventureros se hallaba distorsionada por el acostumbramiento a la sequía extrema.
La mayor humedad ambiental se debía a la cercanía del mar, la cual permitía una vegetación más propia de las estepas cálidas que de los desiertos, y albergaba un variado registro de alimañas. Este beneficioso y exclusivo microclima originaba lluvias frecuentes, que se aprovechaban para recoger agua en un gigantesco aljibe subterráneo ubicado en Gema Corindón. No obstante, como era sabido, el preciado líquido escaseaba en la ciudad, situación que se explicaba por la insaciable demanda de una población enorme, la más numerosa de toda la Franja Habitable.
Los carruajes ingresaron al asentamiento y se dirigieron directamente hacia el aljibe. A medida que avanzaban por las calles empedradas, muy circuladas por peatones y vehículos, los forasteros giraban la cabeza de un lado al otro para apreciar la increíble arquitectura, conformada por edificios que jamás habían visto ni creían que pudieran ser construidos. La estética tenía una evidente influencia de la antigua Grecia, cuyas ruinas quedaban a kilómetros y kilómetros de aquí, y se conocían únicamente por documentos enciclopédicos.
Gema Corindón era tan grande y poblada que no todos se conocían entre sí; por lo tanto, existían pocas probabilidades de que los transeúntes se percataran de que Ivo, Bruno, Filomena, Penélope y Máximo eran extranjeros. Esto colaboraba para que nadie sospechara que el grupo era, ni más ni menos, el responsable de la erradicación de los Centinelas Andantes. Excepto por los transportistas, los ciudadanos locales no poseían ninguna descripción de los héroes; por ejemplo, desconocían que viajaban en compañía de un gato, dato curioso que los habría delatado.
Claramente, el empeño en pasar desapercibidos era promovido por el deseo de evitar el fervor de las masas frente a los hitos heroicos, fenómeno desgastante que el grupo ya conocía. Eso sí, casi por una cuestión protocolar, los forasteros visitarían al alcalde.
Según los conductores de los carros cisterna, Gema Corindón había recibido la noticia de la caída de la base malvada con una celebración de magnitudes épicas, la cual había durado tres días seguidos. Después de todo, si se considera la importancia de la hazaña, no era para menos.
Los transportistas iniciaron la descarga del agua, mediante unas mangueras que salían desde los tanques de los vehículos y terminaban en la boquilla del almacén subterráneo. Dicha boquilla, enorme, carecía de tapa para que el aljibe recibiera el agua de lluvia permanentemente. En cambio, la misma contenía una rejilla con la función de prevenir accidentes. Esta malla metálica también filtraba la basura, conformada en mayor parte por las ramas que la misma lluvia arrastraba.
Bruno se arrodilló y asomó la cabeza para tratar de vislumbrar hacia abajo.
—No veo nada —dijo el niño.
—Despreocúpate —repuso Paulo—. Más tarde, bajaremos para que puedan apreciar la obra desde dentro.
—¡Sensacional!
Cuando el agua terminó de descargarse, los carros cisterna fueron llevados hasta el edificio de enfrente, propiedad municipal que alojaba tanto a los carruajes propiamente dichos como a las mulas de tiro. Los forasteros bajaron sus pertenencias y se despidieron de los transportistas, de todos menos de Paulo. Una vez liberado de sus obligaciones, el muchacho y los afuerinos se dirigieron hacia la entrada de mantenimiento del aljibe, a pie.
Allí, Paulo abrió una escotilla empotrada en la vereda, y todos descendieron por una escalera de hormigón. El subsuelo exhibía una penumbra insuficiente; sólo se podían distinguir los haces de luz que entraban desde la boquilla y desde los brocales que la población empleaba para acceder al agua a consumir. Paulo encendió una antorcha e invitó a los forasteros a que lo siguieran por la pasarela de mantenimiento. Fabricada en metal y con baranda de seguridad, la pasarela atravesaba el aljibe por debajo de la calle y por encima del nivel del agua, nivel que venía creciendo a partir de la reanudación de los acarreos desde Lago Abasto.
El aljibe era catalogado como una maravilla de la ingeniería. Se trataba de una monumental obra arquitectónica de miles de metros cúbicos de capacidad. Sus paredes se componían de ladrillos unidos por argamasa, y estaban impermeabilizadas por capas de arcilla y resina de lentisco, que impedían la contaminación del agua por filtraciones. Todo el almacén subterráneo se hallaba cubierto por una inmensa cúpula de cañón, la cual era soportada por múltiples columnas marmóreas de gran espesor.
Bruno, incentivado por su curiosidad característica, comenzó a dar golpes con las palmas de sus manos, como si aplaudiera pausado. Lo cautivaba el fenómeno auditivo originado por la acústica del edificio.
—Eso se llama «eco» —dijo Filomena—. Se produce cuando las ondas sonoras viajan, rebotan en lo duro de las superficies lejanas y retornan a tus oídos. El retardo entre el aplauso original y el eco alcanza a percibirse porque el lugar es muy grande, y el sonido viaja a una velocidad relativamente lenta.