—¡Quería beber! —respondió, con una sonrisa divertida, dejando claro que estaba decidido a disfrutar la noche.
En ese momento, la enfermera se levantó y mencionó que iría al baño.
A pesar de la frecuencia de sus encuentros, todavía no sabía su nombre. Me intrigaba la relación entre ellos, aunque no la comprendía del todo.
—¿Ya hablaste con tu "compañera sentimental"? —preguntó mi hermano, refiriéndose a la mujer con la que estaba saliendo.
—¿Y tú? ¿Le dijiste a la enfermera que solo la usas para tener sexo? —respondí con una media sonrisa, sabiendo cuál era la naturaleza de su relación.
Él asintió, esbozando una de esas sonrisas pícaras que lo caracterizaban.
Ambos pronunciamos las mismas palabras en sincronía, como si nuestra honestidad en esos temas fuera un pacto tácito. Nos miramos y sonreímos, conscientes de que, a pesar de todo, siempre podíamos contar el uno con el otro.
—¿Cómo lo tomó? —preguntó, buscando detalles sobre mi situación.
—Terminamos, pero luego volvimos. Tuvimos sexo y después me echó —admití, con un dejo de frustración.
Las relaciones eran complejas, no cabía duda.
—Las mujeres son complicadas —dijo, frunciendo el ceño como si intentara resolver un enigma. Bebió de su vaso, intentando apartar esos pensamientos.
—Aún no entiendo a nuestra hermana, y eso que la conozco desde que nació —dije, entre risas. Ambos reímos, compartiendo esa frustración mutua.
—Wen no es tan difícil de entender, solo tiene una mentalidad abierta —respondió Abraham, demostrando que la conocía mejor que yo.
—Es una buena chica —reconocí, sin más que agregar. Él dio otro trago, inmerso en su bebida.
De pronto, noté algo que llamó mi atención. La enfermera coqueteaba descaradamente con alguien más. Sentí una punzada de incomodidad, pero mi hermano ni se inmutó, solo bebió en silencio.
Decidimos irnos. Abraham había bebido más de la cuenta y me ofrecí a conducir su auto. Nos despedimos de nuestros amigos y de la enfermera antes de partir.
Al llegar a casa, una escena familiar nos recibió. Nuestra hermana estaba, una vez más, escapando por la ventana. Me frustré al verla intentando huir nuevamente, aunque no pude evitar hacer una apuesta con Abraham sobre si lo lograría o no. Aumentamos la cantidad en juego, mientras yo oscilaba entre el cansancio y la resignación.
Después de su inevitable caída, bajamos del auto. Me acerqué a Wendy con el ceño fruncido, mientras Abraham la observaba desde lejos, apoyado en el coche.
—¿Adónde crees que vas, Wendy? —le recriminé, intentando frenar sus escapadas.
—¡Qué te importa! —exclamó, alejándose antes de enfrentar las consecuencias.
Abraham la alcanzó rápidamente y la abrazó desde atrás, impidiendo que siguiera corriendo.
—Mono araña, no deberías salir por la ventana. Para eso están las puertas —le susurró al oído. Wendy, en respuesta, le dio un pisotón y volvió a correr.
La seguimos y la llevamos de vuelta a casa, encerrándola en el estudio de papá.
—¿Ya decidiste sobre la beca? —le pregunté a Abraham, ansioso por saber su respuesta.
—Todavía no lo sé. Tú eres el único que lo sabe, no digas nada hasta que me decida —pidió con seriedad.
—Si te vas, ¿cuándo sería? —le pregunté, intentando imaginar la casa sin él.
—En cuatro meses. Todavía falta, pero no quiero irme, aquí tengo todo lo que necesito: mi familia —dijo con un suspiro.
—Mañana es mi primera presentación, ¿vendrás? —le pregunté, nervioso por la importancia del evento.
—¿Me estás invitando? —preguntó, sorprendido.
—Sí. Tenerte a mi lado me dará ánimos —confesé, esbozando una sonrisa.
—Está bien, iré. ¿A qué hora es? —acordamos los detalles.
—Debemos asegurarnos de que nuestros padres no salgan, ya sabes que Wendy aprovecha para escaparse por la ventana —bromeé, recordando sus travesuras.
—Hablando de ella, ya no la escucho. Será mejor que la revisemos —propuse, preocupado.
Abrimos la puerta del estudio y la encontramos dormida en el sofá.
—¿La llevamos a su habitación? —sugerí.
—¿Y si se despierta? —preguntó Abraham, dudando.
Decidimos arroparla y salir en silencio. Al contar hasta diez, la vimos salir del estudio.
—¿A dónde vas? —preguntamos al unísono, sorprendidos.
—Voy a mi habitación —respondió, dejándonos desconcertados.
—Abraham —lo llamé, buscando una solución.
—¿Qué pasa?
—Dormirás en su habitación y ella en la tuya —anuncié, buscando evitar más problemas.
—¿Por qué no la tuya? —protestó.
—Tu habitación no tiene enredaderas ni ventanas fáciles de trepar —expliqué.
—Está bien, no dormiré en la mía —dijo Wendy, enfadada.
Finalmente la llevamos a su cuarto, y Abraham y yo nos quedamos vigilando. Al verla dormir, él le acomodó el cabello, inmerso en sus pensamientos.
—Ya podemos irnos —le dije, apurándolo.
—Sí —murmuró, aún distraído.
Salimos de la habitación. Abraham decidió dormir en el suelo de la mía, argumentando que su cuarto “huele a duende”. Terminamos conversando hasta la madrugada, compartiendo nuestros miedos y preocupaciones. Al despertar, nos encontramos abrazados en el suelo, recordando la conexión que teníamos como hermanos.