Andrea y Riccardo esperaban el tren del mediodía, el calor veraniego los obligaba a beber cerveza en el bar de la estación. Andrea leía una revista turística en inglés sobre Londres y Riccardo observaba a una pareja de ancianos charlar alegremente. Riccardo pidió otra cerveza fría.
—No entiendo nada —dijo Andrea.
—¿Entonces por qué Londres? —preguntó Riccardo— No te sabes ni una canción en inglés. ¿Qué harás si te pierdes?
—Por eso estoy estudiando, Rick, ¿no lo ves?
—Estudiar, estudiar... Ja, ¿qué demonios estudias?
—Oye, ¿vas a estar así todo el viaje? Porque no me da la gana de aguantar tus berrinches. Haz algo o mejor nos devolvemos a casa.
—¿Devolvernos? ¿Después de la fortuna que gasté en esta mierda? ¿Estás imbécil?
—Cuidado con lo que dices.
—Entonces no digas estupideces.
—Digo lo que me da la gana.
—Yo también, Andrea. Roma hubiera sido una mejor opción...
—Oh, no otra vez con lo mismo...
—Al menos mis padres son italianos y me sé el puto idioma.
—¿Y qué? Yo quiero ir a Londres.
—Maldita sea, no sabes ni una palabra.
—Hoy en día eso es lo de menos, hasta el camarero más viejo puede traducir varios idiomas —Andrea le hizo un ademán al camarero y éste se acercó a la mesa.
—Ese no es el punto.
—Sí, lo sé —dijo ella—. Es por el dinero, ¿verdad? ¿Tanto te duele gastar un poco de más por mí?
Riccardo con el puño cerrado golpeó la mesa y dijo:
—No fue sólo ¨un poco¨, estúpida. Se fueron casi todos mi ahorros... Y encima ni siquiera vamos a donde yo quiero.
—Sabes que no tenía...
—¡Porque le regalaste a tu mamá un robot carísimo hecho de mierda! No es ni la mitad de este puto camarero.
—Disculpe, señor —interrumpió el camarero—, le pido que no se dirija a mí de esa manera.
—¡Largo de aquí! —gritó Riccardo.
—Respire hondo, por favor.
—¡Largo!
—Es mi deber ayudarle a recuperar la calma, señor. El estrés y la ira pueden ser controlados adecuadamente con los siguientes ejercicios...
—Le he dicho que me deje en paz, maldita sea.
—No hasta que su frecuencia cardíaca y respiración estén entre los niveles normales.
—Ya, ya, ya... —Riccardo suspiró—. Me calmo yo solo.
Aun así el camarero no se marchó. Andrea, sin darse cuenta, lloraba mientras mantenía el ceño fruncido y miraba a Riccardo.
—No lo puedo creer —dijo ella, al fin—, luego de cinco años juntos... Así que este es tu verdadero yo...
—¿De qué demonios estás hablando?
—¿Sabes qué? Te agradezco que hicieras esta escenita antes del viaje. Ja, imagina oírte balbucear estupideces frente a la Torre de Londres. Me largo.
—Eso, vete, vete, vete...
Andrea tomó su equipaje y salió de la estación, trataba en vano de ocultar las lágrimas.
El camarero del bar llevaba mecánicamente las bebidas a las mesas. De pronto, chocó con un hombre de metro noventa, los vasos cayeron, las bebidas salpicaron a Riccardo.
—Lo lamento, señor —dijo el camarero.
El hombre, que tenía una camisa azul sin manga, gafas de sol y la gorra puesta al revés, sin pensarlo golpeó al camarero en el rostro con tal fuerza que tumbó al piso. A esto se sumó Riccardo, dándole patadas.
El camarero se limitó a pedir disculpas una y otra vez, pero poco a poco su voz se apagaba. Avisaron al dueño del bar. Un grupo de jóvenes universitarios de la facultad de tecnología se abalanzaron sobre quienes herían al camarero. Riccardo necesitaba tomar aliento, pero no podía bajar la guardia o sentiría como la botella rota de un Cheval Blanc le atravesaría el costado. El camarero se levantó entre la multitud, se dirigió a la puerta, dio media vuelta quedando de frente al caos, tomó un gran jarrón con flores y lanzó el agua sobre la gente. A continuación, uno por uno, todos cayeron debido a los choques eléctricos producidos por lo que le quedaba de energía al camarero.
Horas después, cuando el rojo carmesí de las nubes adornaba el cielo,
Andrea se enteró de lo ocurrido en el bar. Riccardo dormía en una habitación junto a los demás. Andrea esperaba en el pasillo del hospital, sola, tarareando Here Comes the Sun.