Chica de compañia

Uno

El tren frenó con un chirrido metálico cuando llegó a la estación central de la ciudad. Sarah miraba por la ventana mientras el paisaje gris y apretado de la urbe comenzaba a desvanecer el recuerdo de los campos abiertos que dejó atrás. A los 18 años, tenía la certeza de que este era el primer paso hacia una vida nueva. En el pueblo siempre había sido "la chica bonita", el orgullo de su madre y la envidia de las demás. Pero en la ciudad, la belleza no destacaba tanto como lo había hecho en las calles de tierra y casas modestas. Aquí, donde el ritmo era más rápido, y las luces nunca se apagaban, cada paso la hacía sentir más pequeña.

Bajó del tren arrastrando su maleta, insegura de por dónde comenzar. Había estado ahorrando cada centavo durante meses para este momento. Las propinas que había ganado trabajando en la cafetería del pueblo apenas le alcanzaron para el primer mes de alquiler en un pequeño apartamento compartido en el centro. Sus padres le dieron lo que pudieron, pero no era suficiente. Las palabras de su madre resonaban en su cabeza: "Estudia mucho, Sarah. Aquí no tenemos mucho, pero en la ciudad podrás ser alguien."

Al llegar al apartamento, fue recibida por el olor a humedad y muebles desgastados. Una de sus compañeras de cuarto, una chica delgada de cabello rosa que estudiaba arte, le mostró rápidamente dónde estaría su cama. Una esquina en un cuarto diminuto. "Bienvenida", le dijo sin más, volviendo a sumergirse en su teléfono. No hubo preguntas, ni entusiasmo. Todo parecía una rutina.

Los primeros días en la universidad transcurrieron entre clases que la abrumaban y los largos trayectos de regreso a casa. En los pasillos, se cruzaba con chicos y chicas que parecían no tener ninguna preocupación, con ropa de marcas que jamás podría permitirse. Se dio cuenta de lo sola que estaba cuando un grupo de chicas reía a su alrededor mientras ella intentaba sonreír, pero no entendía los chistes sobre las últimas tendencias o los viajes a destinos exóticos. Sus compañeros parecían vivir en un mundo que le resultaba ajeno, donde todo era fácil y accesible.

A las semanas, se hizo amiga de otra estudiante llamada Laura. Era simpática, extrovertida, siempre rodeada de gente. Sarah se sintió atraída por su energía y la facilidad con la que navegaba entre los distintos grupos de personas, pero pronto notó las diferencias entre ellas. Laura vivía en un departamento propio, decorado con muebles modernos y una vista panorámica que mostraba la ciudad en todo su esplendor. No trabajaba, no sufría por dinero. "Mis padres me ayudan", dijo sin rastro de vergüenza una tarde mientras tomaban café. Sarah solo asintió. Sus padres no podían ayudarla más de lo que ya lo habían hecho. Y con cada encuentro con Laura, las diferencias se volvían más palpables.

Pronto, Sarah tuvo que buscar un trabajo. Las horas en clase no eran suficientes para cubrir los gastos, y el pequeño ahorro que había traído consigo comenzaba a desaparecer. Encontró empleo en una cafetería cerca de la universidad. Era un trabajo agotador, pero Sarah no se quejaba. Trabajaba largas horas entre clases, atendiendo a los clientes con una sonrisa que ocultaba su creciente cansancio. Cada día, al regresar al apartamento, se dejaba caer sobre su cama, exhausta, preguntándose cuánto tiempo más podría seguir así. Las noches de estudio se volvían más cortas, y su rendimiento académico empezó a resentirse.

A pesar de todo, Laura seguía insistiendo en que salieran juntas. Una noche, finalmente aceptó la invitación. Fueron a un club de moda, uno de esos lugares a los que Sarah jamás habría entrado por su cuenta. El ambiente estaba lleno de luces tenues y música que vibraba en el pecho. Gente atractiva, vestida de manera impecable, pasaba a su alrededor con vasos de cristal en la mano. Sarah no pudo evitar sentirse fuera de lugar, pero la forma en que los hombres la miraban le dio una extraña seguridad. Era hermosa, y eso, al menos, parecía tener un valor aquí. Laura la presentó a algunos amigos, hombres mayores y vestidos con trajes caros, que le ofrecieron bebidas y le preguntaban sobre su vida con un interés superficial.

"Estás preciosa", le dijo uno de ellos, con una sonrisa que parecía más estudiada que genuina. Sarah sonrió, pero algo dentro de ella se tensó. Sabía lo que quería ese hombre. Sabía lo que todos querían de ella. La mirada de las mujeres, los cumplidos de los hombres, siempre conducían a lo mismo. Pero esa noche no importaba, se dejó llevar. Por unas horas, fue parte de ese mundo.

A medida que las semanas pasaban, Laura la invitaba a más de esas fiestas. Y aunque Sarah seguía aceptando trabajos para pagar el alquiler y la comida, no podía negar la atracción que sentía hacia ese mundo de glamour. Era fácil, todo era dado sin esfuerzo. Podía olvidar por un rato la fatiga de las jornadas en la cafetería, la ansiedad de no saber si podría mantenerse en la universidad, o si acabaría volviendo al pueblo con las manos vacías.

Un día, después de una de esas noches, mientras caminaban de regreso a casa, Laura le hizo una confesión. "A veces los hombres me pagan por acompañarlos a eventos", le dijo, como si fuera algo normal. Sarah se detuvo un momento, procesando lo que acababa de escuchar. "No es lo que crees", continuó Laura. "Solo es compañía. Vas a una cena, a una gala, te diviertes un rato, y te pagan bien por ello. No tienes que hacer nada que no quieras."

Aquella noche, Sarah apenas pudo dormir. Las palabras de Laura se repetían en su cabeza. ¿Sería tan fácil como ella lo describía? Había algo tentador en la idea. Poder ganar dinero rápidamente, sin tener que pasar horas detrás del mostrador de la cafetería o sacrificando su tiempo de estudio. Pero también había una sombra, una incertidumbre que no lograba disipar. Sin embargo, a medida que los días pasaban y las cuentas se acumulaban, la tentación comenzó a ganar terreno.




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