Chica de compañia

Cuatro

El sobre en la mesa de noche era siempre la primera cosa que Sarah miraba al despertar después de cada encuentro. Se había convertido en un símbolo de su nueva vida, de esa dualidad que la consumía. Lo abría despacio, como si al hacerlo estuviera rompiendo alguna línea invisible que aún la conectaba con la persona que había sido antes. Esta vez, la cantidad era aún mayor, casi el doble de lo que Esteban le había dado en las citas anteriores. Sarah lo guardó sin contar. No necesitaba hacerlo. Sabía que era suficiente para cubrir meses de alquiler, pagar sus estudios sin problema y aún le quedaría para comprar algo que nunca había tenido: libertad.

La sensación de tener esa libertad, de no depender de nadie más que de sí misma y de su apariencia, la fortalecía y la aterraba en igual medida. Ahora podía permitirse cosas que antes solo había imaginado desde la distancia. Ya no compraba ropa barata en tiendas de segunda mano; los escaparates de las tiendas de lujo se habían convertido en su nuevo territorio. Pero esos lujos, aunque satisfactorios en el momento, no borraban la inquietud constante que la acompañaba.

Las citas con Esteban continuaron, y a medida que pasaban los meses, la relación entre ambos comenzó a cambiar. Él ya no la veía simplemente como una acompañante. La forma en que la miraba había evolucionado, haciéndose más posesiva, más intensa. Le preguntaba más sobre su vida personal, sobre qué hacía cuando no estaban juntos. Al principio, esas preguntas eran inofensivas, pero con el tiempo, Sarah empezó a sentir la presión de su interés. A veces, él le insinuaba que dejara de ver a otros hombres, que solo saliera con él. Le prometía más dinero, más lujos. "No tienes que seguir con esto", le decía en una cena, "yo puedo cuidarte."

Sarah se quedó en silencio cuando escuchó esas palabras. Algo en ella sabía que no quería que nadie la cuidara, que aceptar esa oferta sería como ceder a una nueva forma de control. Además, ella misma había comenzado a disfrutar la independencia que el dinero le proporcionaba, aunque fuera una independencia frágil, sostenida únicamente por su capacidad para seguir en ese mundo.

Sin embargo, a medida que avanzaba en este estilo de vida, los encuentros con otros hombres también empezaron a cambiar. Al principio, las citas eran solo eso: cenas, eventos sociales, una compañía agradable por algunas horas. Pero lentamente, la naturaleza de esas citas fue transformándose. Algunos hombres insinuaban cosas, otros lo pedían de manera más directa. Sarah había establecido límites claros al principio, pero esos límites se volvían cada vez más difusos. Sabía que había una expectativa tácita en ese tipo de relaciones, aunque ella no siempre estuviera dispuesta a cumplirla. Y sin embargo, a veces, cuando el dinero en juego era mucho, cuando las propuestas eran lo suficientemente tentadoras, se permitía ignorar esos límites, solo por una noche más.

Con cada transgresión, Sarah se sentía más desconectada de la versión de sí misma que había sido cuando llegó a la ciudad. Lo que antes eran pequeños sacrificios en nombre de la supervivencia ahora se sentía como una parte integral de quién era. No podía recordar la última vez que había salido con alguien sin que el dinero estuviera involucrado. Incluso en las pocas ocasiones en que había intentado socializar con personas fuera de este círculo, sentía una distancia insalvable. ¿Qué podían ofrecerle que ella no pudiera comprar ya?

El efecto de estos encuentros comenzó a pesar sobre ella de una manera que no esperaba. Después de una noche especialmente incómoda con un hombre que había pagado por su compañía durante un fin de semana completo, Sarah volvió a su apartamento sintiéndose más vacía de lo habitual. El hombre, un empresario de mediana edad, había sido cortés al principio, pero a medida que avanzaba el fin de semana, se había vuelto más exigente, más invasivo. Sarah se había obligado a sonreír, a cumplir con lo que se esperaba de ella, pero cada minuto en su presencia le recordaba cuán lejos había llegado desde la primera cita con Esteban.

En las semanas siguientes, su relación con Esteban también alcanzó un punto crítico. Él ya no era solo un cliente; se había convertido en algo más, aunque Sarah no sabía cómo definirlo. Esteban la invitaba a cenas más privadas, a su casa, y comenzaba a hablar de un futuro juntos. "Podrías dejar todo esto", le decía, "podríamos irnos a otro lugar, empezar de nuevo." Sarah lo miraba, escuchando esas promesas con una mezcla de incredulidad y tentación. Pero algo en su interior le decía que esa oferta, aunque tentadora, también implicaba una renuncia demasiado grande a la poca autonomía que había ganado.

Un día, Esteban le propuso que se mudara con él. "No tienes que seguir viéndote con otros", insistió. "Te doy todo lo que necesitas." Sarah fingió considerarlo, pero sabía que no podía hacerlo. Lo que Esteban ofrecía no era amor, ni siquiera una relación en el sentido tradicional. Era una transacción prolongada, donde él seguiría controlando lo que ella hacía, a cambio de una vida cómoda pero vacía. Sabía que si aceptaba, perdería cualquier resquicio de control que aún tenía sobre su vida. Y aunque el camino que había elegido la desgastaba poco a poco, aún no estaba lista para ceder completamente.

Sin embargo, las cosas con otros hombres se volvieron más complejas. Uno de ellos, un joven empresario de unos treinta años, comenzó a pedirle que lo acompañara en viajes de negocios. Al principio, Sarah se resistía, no queriendo salir de la ciudad ni comprometer más tiempo del necesario. Pero el dinero que ofrecía era tentador, y las promesas de lujo y exclusividad eran difíciles de rechazar. Durante uno de esos viajes, la relación se volvió más íntima, algo que Sarah había intentado evitar desde el principio. Aunque se repetía a sí misma que era solo una parte del trato, algo dentro de ella se rompió.




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