Chica de compañia

Cinco

Los días de Sarah transcurrían con una extraña mezcla de monotonía y lujos. Ya no se sorprendía al recibir mensajes de hombres ofreciendo más dinero por más tiempo, por su compañía. Su cuenta bancaria había crecido lo suficiente como para que ya no tuviera que preocuparse por los gastos diarios, y ahora podía permitirse cosas que antes le parecían inalcanzables. Su armario estaba lleno de vestidos caros, zapatos de diseñador, y perfumes que costaban más que un mes de alquiler en su antiguo apartamento. Los restaurantes a los que acudía con sus citas eran exclusivos, y los hoteles donde se quedaba, cuando los encuentros se extendían más allá de una cena, tenían vistas panorámicas de la ciudad o suites privadas que exudaban opulencia.

El lujo que la envolvía se había vuelto una parte rutinaria de su vida. Había aprendido a moverse en esos círculos con la misma naturalidad con la que antes caminaba por las calles de su pequeño pueblo. Pero a medida que ascendía en ese nuevo mundo, algo profundo en ella se desmoronaba. La chica que había llegado a la ciudad para estudiar con aspiraciones inocentes ya no existía. En su lugar, había una versión de Sarah que conocía el valor de su presencia, de su belleza, y había aprendido a monetizarlo. Había ganado una nueva clase de seguridad material, pero la otra Sarah, la que alguna vez soñaba con construir una carrera o tener una vida normal, se había desvanecido en algún punto del camino.

Los límites morales que antes se había impuesto se desdibujaban día a día. Al principio, cuando empezó a salir con estos hombres, se repetía que solo estaba vendiendo su tiempo, su presencia en eventos y cenas. Pero ahora, cuando las noches con ellos se extendían a la intimidad de una habitación de hotel, Sarah ya no encontraba motivos para detenerse. ¿Qué más daba? El dinero era mucho, el lujo abrumador, y la sensación de poder —de controlar la situación a través de su cuerpo y su apariencia— era intoxicante. Las citas ya no eran solo eventos sociales; la mayoría de ellas implicaban algo más, algo que Sarah hacía sin pensar, como si su conciencia se hubiera entumecido para no sentir la carga de lo que hacía.

La relación con el hombre de mediana edad, con quien había pasado el fin de semana, se había vuelto más complicada de lo que Sarah esperaba. Él era rico, mucho más de lo que imaginaba al principio, y se notaba en la forma en que la trataba: como si fuera un objeto más en su vida de ostentación. Cada vez que se veían, las expectativas eran mayores. Al principio, ella pensaba que se trataba solo de una cita prolongada, pero con el tiempo, él comenzó a pedirle que viajara con él, que fuera su acompañante en viajes de negocios o escapadas de fin de semana. Estos viajes se volvieron más frecuentes y también más íntimos. Él no era como Esteban, que al menos fingía una conexión emocional. Este hombre veía a Sarah solo como una inversión a corto plazo, algo que podía mostrar y desechar cuando le resultara conveniente.

Con cada nuevo viaje, Sarah sentía que perdía algo más de sí misma. Este hombre, con su actitud distante y exigente, le hacía darse cuenta de lo poco que significaba en su vida. A veces, se encontraba mirando por la ventana de alguna habitación de hotel de lujo, preguntándose cómo había llegado hasta allí, cómo había permitido que todo se convirtiera en una transacción fría y vacía. Pero aunque lo sabía, no se detenía. El dinero que él le daba, las experiencias que le ofrecía, eran demasiado tentadoras para renunciar a ellas.

Su relación con el joven empresario también había cambiado. A diferencia del hombre de mediana edad, este era más emocionalmente conectado, más interesado en Sarah como persona, o al menos eso parecía. Al principio, sus citas eran más ligeras, más divertidas. Salían a cenar, paseaban por la ciudad, y él la trataba con una deferencia que casi la hacía sentir como si estuvieran en una relación normal. Pero pronto, él también empezó a pedirle más. Los viajes de trabajo se convirtieron en algo habitual, y las expectativas crecieron. Sarah se dio cuenta de que, aunque él parecía ser más considerado que otros hombres, en el fondo quería lo mismo. Quería controlarla, poseerla.

Con el tiempo, las líneas entre lo que hacía por trabajo y lo que hacía por placer se volvieron borrosas. Empezó a cuestionar si alguna vez había estado realmente interesada en estos hombres, o si todo había sido una ilusión construida alrededor del dinero. El joven empresario le prometía un futuro lleno de comodidades, le hablaba de hacerla su única acompañante, pero Sarah no podía confiar en él. Sabía que para él, como para los demás, ella no era más que un elemento en su vida de éxito, algo que podía cambiar cuando encontrara algo nuevo o más emocionante.

El impacto en la vida de sus padres era más difícil de medir. Sarah había cortado contacto con ellos hacía meses. Sabía que no entenderían la vida que llevaba, y la vergüenza de lo que hacía la mantenía alejada. Les enviaba dinero de vez en cuando, inventando excusas sobre becas y trabajos bien remunerados, pero evitaba cualquier conversación que pudiera revelar la verdad. La culpa la acechaba cada vez que pensaba en ellos. ¿Qué pensarían si supieran lo que hacía? ¿Si supieran que su hija, la que había dejado el pueblo para ir a la universidad con grandes sueños, ahora se sostenía gracias a hombres que pagaban por su compañía?

Con el tiempo, Sarah comenzó a sentirse atrapada. El dinero y el lujo la rodeaban, pero ya no la hacían sentir bien. El vacío que había comenzado a notar después de las primeras citas crecía con cada nuevo encuentro. Ya no era solo una cuestión de desconexión emocional; era algo más profundo, algo que estaba erosionando su sentido de identidad. El lujo había perdido su brillo, y aunque aún lo disfrutaba, ya no lo hacía por placer, sino por hábito, por necesidad de justificar lo que estaba haciendo.




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