Chica de compañia

Siete

Los días y las noches de Sarah se fundían en una sucesión interminable de citas, encuentros, y silencios incómodos. El lujo que antes le había dado un sentido de logro y satisfacción ahora empezaba a sentirse como una jaula dorada. Sarah seguía moviéndose por un mundo que cada vez le resultaba más familiar, pero más vacío. Los hombres con los que se veía continuaban apareciendo en su vida, algunos nuevos, otros regresaban una y otra vez, incapaces de dejarla ir. Su belleza seguía siendo un imán poderoso, pero ya no había en ella la misma emoción que al principio. Cada vez más, su cuerpo se sentía como una mercancía, algo que intercambiaba por estabilidad, por seguridad, pero que también le estaba robando una parte fundamental de sí misma.

Después de perder la virginidad con el joven empresario, esa barrera que había mantenido durante tanto tiempo simplemente dejó de existir. Sarah se dio cuenta de que, una vez que había cruzado ese umbral, el resto de sus límites se desmoronaron más fácilmente. Comenzó a acostarse con otros hombres, aunque al principio intentaba mantenerlo limitado. Pero la realidad de su vida, la presión de sus relaciones y las expectativas de sus acompañantes, la arrastraron más profundamente en un ciclo que ya no podía detener. Uno de los primeros hombres, aparte del empresario, fue un cliente regular que siempre la había tratado con un aire de formalidad distante. Era un banquero de mediana edad, alguien que sabía cómo manipular con sutileza. Él nunca la presionó directamente, pero poco a poco, la forma en que hablaba, el dinero que le ofrecía, y su constante presencia la hicieron ceder.

Con el tiempo, más hombres lograron llevarla a la cama. El límite físico que antes había mantenido con tanto cuidado ya no existía, y Sarah, aunque nunca llegó a disfrutar completamente de esos encuentros, se volvió experta en desconectarse emocionalmente. Sabía cómo hacer que cada encuentro fuera lo suficientemente íntimo para cumplir con las expectativas de ellos, pero sin entregar nada real de sí misma. Los veía como transacciones, una forma de asegurar su futuro. Algunos eran dulces, otros más fríos, y había quienes se enamoraban de la idea de ella, pero ninguno la conocía de verdad. Para Sarah, era más fácil así. Su vida emocional se había vuelto un desierto, y la idea de una conexión genuina con alguien le parecía casi imposible.

A medida que los años avanzaban, Sarah empezó a notar algo que la llenaba de una creciente ansiedad: el interés de los hombres en ella comenzaba a cambiar. Aunque aún seguía siendo hermosa, el brillo juvenil que una vez la hacía destacar de manera inmediata empezaba a desvanecerse, algo imperceptible para la mayoría, pero evidente para ella. Las miradas ya no eran tan admirativas, los halagos no tan efusivos. Los hombres más jóvenes comenzaban a preferir mujeres más frescas, con la inocencia que Sarah había perdido hacía tiempo. Aunque seguía teniendo su círculo de clientes habituales, algunos de ellos comenzaron a espaciar más las citas, a buscar otras opciones. Sarah sabía que, eventualmente, habría un momento en el que su belleza ya no sería suficiente para mantener su estilo de vida.

Esa realidad la golpeó con fuerza, y Sarah se dio cuenta de que su economía dependía por completo de su capacidad para atraer a estos hombres. El dinero que había acumulado, aunque considerable, comenzaba a disminuir a medida que su estilo de vida lujoso exigía más. Las cuentas crecían, y las oportunidades empezaban a disminuir. Fue en ese momento que Sarah comenzó a considerar más seriamente las ofertas de exclusividad que, hasta entonces, siempre había rechazado. Durante años, varios hombres le habían ofrecido la posibilidad de ser su única acompañante, de mantenerla de manera permanente, pero ella siempre había querido mantener su independencia, aunque fuera una independencia ilusoria. Ahora, sin embargo, la tentación de la estabilidad era mayor.

Había varios candidatos, pero uno en particular destacó. Era un hombre mucho mayor que ella, un empresario en sus sesenta que había estado siguiéndola desde hacía tiempo. No era guapo ni encantador, pero tenía una frialdad calculada que Sarah encontró inquietantemente atractiva. Su propuesta era clara: dejaría de ver a otros hombres, él cubriría todas sus necesidades económicas, y ella estaría a su disposición en cualquier momento. Al principio, la idea le pareció claustrofóbica, pero la seguridad financiera que él le ofrecía resultaba demasiado tentadora. Al final, Sarah aceptó. Se dijo a sí misma que era la mejor opción, que podría ahorrar dinero y, con el tiempo, retirarse de esa vida.

La relación al principio fue sencilla. Él era metódico y, en cierto sentido, la trataba como si fuera una inversión. No le pedía amor ni devoción; solo quería compañía y, ocasionalmente, sexo. No había en él la intensidad emocional de los otros hombres que había conocido, lo que para Sarah, en ese momento de su vida, era un alivio. Pero con el tiempo, las cosas comenzaron a cambiar. Él se volvió más controlador, más demandante. Empezó a mostrar celos cada vez que Sarah mencionaba a alguien más o salía sola. Las reglas que había establecido al principio se endurecieron, y Sarah empezó a sentirse atrapada. No era solo su acompañante, sino casi su propiedad. Los regalos y el dinero seguían fluyendo, pero cada vez a costa de su libertad.

A medida que se acercaba a cumplir los treinta años, la relación había evolucionado hasta el punto en que Sarah ya no se sentía una persona. Era un objeto de lujo, alguien que existía únicamente para satisfacer las necesidades de ese hombre. Aunque su economía estaba asegurada, su vida se había vuelto insoportable. A menudo se despertaba con una sensación de vacío abrumador, preguntándose en qué momento había perdido el control sobre su propio destino.

La distancia con sus padres, que ya era considerable, se había vuelto abismal. Sarah había dejado de hablar con ellos hacía años. Les enviaba dinero de vez en cuando, siempre con la misma excusa de que trabajaba en una empresa exitosa, pero evitaba cualquier tipo de contacto personal. No podía soportar la idea de que ellos descubrieran en qué se había convertido su vida. La culpa y la vergüenza la corroían por dentro, pero era más fácil mantener la distancia que enfrentarse a la verdad. Sus padres, que alguna vez habían tenido grandes esperanzas para ella, ahora vivían en la ignorancia, creyendo que su hija había logrado el éxito que siempre habían soñado para ella.




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