Chiquilín y la Casa de los Espíritus

PRÓLOGO: El último invierno

La nieve caía en silencio, cubriendo el suelo con una capa blanca y espesa. Afuera, el viento aullaba entre los árboles desnudos, haciendo crujir las ramas como si fueran huesos quebrándose. Era una noche fría, de esas que parecen extenderse más de la cuenta, en las que el mundo entero se sumerge en una calma pesada, como si algo estuviera a punto de suceder.Gato blanco encima de un sofá

Dentro de la casa, un niño pequeño se acurrucaba en el sofá, envuelto en una manta. Sus padres no estaban. Habían salido unas horas antes, prometiendo volver pronto. No le gustaba quedarse solo en las noches de invierno, pero no estaba completamente solo. Su fiel compañero, un gato blanco, dormía hecho un ovillo sobre su regazo, su pecho subiendo y bajando con cada respiración tranquila.

Todo parecía en calma. Hasta que dejó de estarlo.

El gato se tensó de repente. Sus orejas se aguzaron, y su pequeño cuerpo tembló con un escalofrío. Abrió los ojos de golpe y se incorporó, clavando la mirada en la puerta del pasillo oscuro. Su cola se erizó, y de su garganta surgió un sonido bajo, un gruñido contenido.

El niño también lo sintió. No estaba seguro de qué era, pero el aire se había vuelto más denso. Como si la casa, de pronto, respirara diferente. Como si algo, en algún rincón, acabara de despertarse.

Y entonces lo oyó.

Un sonido lejano. Un chirrido apenas audible, como el roce de algo contra el suelo de madera.

El niño tragó saliva y apartó la manta. Se puso de pie con cautela, su corazón golpeando fuerte en su pecho. Miró hacia el pasillo. La luz de la lámpara del salón apenas iluminaba la entrada, dejando el resto sumido en sombras.

Tal vez solo era el viento. Tal vez alguna ventana mal cerrada.

Pero el gato seguía allí, inmóvil, con el lomo arqueado y los ojos fijos en la oscuridad.

Y entonces, la puerta principal se abrió.

No con violencia. No con un estruendo.

Se abrió con un leve crujido, como si alguien hubiera deslizado la cerradura con paciencia, con la calma de quien sabe que nadie lo está esperando.

La silueta apareció en la entrada, envuelta en sombras. Un hombre alto, delgado, con el rostro oculto por la penumbra.Silueta del hombre

Sus movimientos eran pausados, precisos, como si ya hubiera estado allí antes. Como si conociera cada rincón de la casa.

El niño sintió que el aire se le atascaba en la garganta. No podía moverse. No podía gritar.

El hombre dio un paso adelante. Luego otro.

Algo brilló en su mano.

El cuchillo reflejó la tenue luz de la lámpara, frío y afilado, esperando ser usado.

El niño retrocedió, con la mirada clavada en aquella sombra que avanzaba hacia él.

No entendía por qué estaba allí. No entendía qué quería.

Solo sabía que debía correr.

Pero sus pies no respondieron.

El gato fue el primero en moverse.

Con un maullido feroz, se lanzó sobre la figura oscura, clavando garras y dientes en su carne.

Un gruñido de dolor y furia se rompió en la quietud de la casa.

El cuchillo cayó al suelo con un golpe sordo.

El niño reaccionó al fin.

Se giró y corrió.

Corrió sin pensar, con el corazón latiéndole en los oídos.

Subió las escaleras a toda prisa, sintiendo los escalones helados bajo sus pies descalzos.

Se encerró en su habitación y empujó la cómoda contra la puerta con todas sus fuerzas.

Su respiración era entrecortada. Su cuerpo temblaba.

Afuera, el sonido de un forcejeo.

Un golpe seco.

Silencio.

El niño quiso pensar que su amigo había vencido.

Quiso creer que todo había terminado.

Pero entonces, un susurro helado atravesó la puerta.

—Abre la puerta…

Los nudillos golpearon la madera suavemente.

Como un juego.

Como si el hombre quisiera que creyera que todo estaba bien.

—Sé que estás ahí…

El niño retrocedió hasta pegarse a la pared, con los ojos muy abiertos.

No.

No.

No.

El pomo de la puerta giró con lentitud.

La madera crujió.

Y la oscuridad entró en la habitación.

Cuando los padres volvieron a casa, encontraron la puerta entreabierta.

El viento helado se colaba por el umbral, arrastrando la nieve hacia el interior.

Todo estaba en silencio.

Demasiado silencio.

Llamaron a su hijo.

Nadie respondió.

Recorrieron la casa con prisa, con el miedo pegado en la garganta.

Y en lo alto de las escaleras, encontraron la puerta de su habitación abierta.

Dentro, solo quedaba el eco de lo que había sucedido.

Pero la casa guardaba otro secreto.

El cuerpo del intruso yacía en el suelo del pasillo.

Su rostro congelado en una expresión de horror.

Su piel, pálida como la nieve, estaba cubierta de marcas.

Arañazos profundos, mordiscos.

Como si algo lo hubiera atacado sin piedad.

Pero no había nadie allí.

No había rastros de huellas que explicaran cómo había caído.

Solo el silencio.

Y la sensación de que, aunque ya no respiraba, aún estaba presente.

El reloj en la pared marcaba las once y quince cuando la casa quedó vacía.

Pero no del todo.

Porque, con el tiempo, las personas comenzaron a notar sucesos inquietantes.

Las luces de la casa se encendían solas.

Susurros que parecían flotar en la oscuridad.

Algunos aseguraban que, en ciertas noches, se podía ver la figura de un niño en el espejo del pasillo.

Pequeño.

Silencioso.Luna en la nieve

Mirando a través del cristal, esperando.

Y otros…

Otros decían que, a veces, en la profundidad de la noche, se escuchaba el maullido de un gato.




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