Chiquilín y la Casa de los Espíritus

CAPÍTULO 1: Refugio en la Tormenta

La noche había caído de forma silenciosa, sin previo aviso, como si el día hubiera desaparecido sin querer.

El viento soplaba con fuerza, agitando las ramas de los árboles y haciendo que las ventanas de las casas se estremecieran. La lluvia caía en una fina cortina, empapando las calles vacías, mientras las luces de las farolas apenas iluminaban el camino.

En un rincón solitario de la ciudad, Chiquilín caminaba por las calles mojadas, sin rumbo fijo, buscando refugio.

Chiquilín no tenía un hogar al que volver, ni una cama en la que dormir. Era un gato blanco de pelaje suave, pero en ese momento su pelaje no era lo que importaba. Sus ojos, grandes y brillantes, observaban con curiosidad todo a su alrededor, como si siempre estuviera buscando algo más.

Había nacido en las calles, entre los muros de los edificios antiguos, y había aprendido a sobrevivir por su cuenta. A veces, las personas lo miraban con desdén, como si fuera solo otro gato callejero, pero Chiquilín no les prestaba atención. Sabía que su lugar no estaba en la casa de nadie, sino en la calle, donde podía ser libre.

Pero esa noche, el frío y la tormenta lo habían empujado a buscar algo diferente. Algo más cálido. Algo que lo hiciera sentir menos solo.

Caminó sin prisa, pero con la mirada fija en un destino que aún no entendía bien. La tormenta no cesaba, y su pelaje se mojaba más con cada paso, pero algo en el aire lo hacía seguir adelante. No sabía qué era, pero podía sentirlo.

Era una extraña sensación, una presión en el ambiente, algo que lo empujaba a moverse, a adentrarse más en esa parte de la ciudad que siempre había evitado. Las calles parecían más oscuras, más vacías, como si nadie más estuviera allí.

Entonces, vio la casa. la casa de los espirítus

Estaba un poco más adelante, en la esquina de la calle, rodeada de un muro bajo de piedra que ya estaba parcialmente derrumbado. No parecía una casa en buen estado, al contrario. Sus paredes, cubiertas de musgo, se alzaban en sombras, con ventanas rotas y puertas que se tambaleaban con el viento.

Pero algo en ella le llamó la atención. Algo lo hizo detenerse.

El gato se acercó cauteloso. La lluvia seguía cayendo con fuerza, y el viento soplaba con más fuerza que antes, pero él no sintió la necesidad de huir. Algo, una fuerza invisible, lo invitaba a entrar.

En el patio de la casa, se encontró un collar con unas letras apenas visibles en una de las caras. “JXXIXN”. No se distinguían bien. Parecía un nombre.

Del otro lado, otro nombre se alcanzaba a distinguir, pero no se veía bien. Empezaba con C. No le tomó importancia.

Cuando llegó a la puerta, la empujó suavemente con el hocico. Al principio no se movió, pero al segundo intento, la puerta cedió y se abrió con un leve crujido.

Chiquilín entró sin pensarlo más.

El aire en el interior estaba más cálido que afuera, aunque viciado por el paso del tiempo. No olía a comida ni a hogar, sino a algo más antiguo, algo que había estado allí durante años.

Dentro, la casa estaba en un silencio absoluto. El único sonido era el repiqueteo de la lluvia en el techo y el sonido del viento que se colaba por las grietas de las ventanas.

La luz que se filtraba por los cristales rotos caía en los pasillos vacíos, proyectando sombras largas y distorsionadas que hacían que todo pareciera aún más grande y solitario.

Chiquilín caminó con paso firme, su cola erguida y sus orejas atentas a cualquier sonido.

Pero no escuchaba nada.

La casa, a pesar de estar vacía, parecía estar esperando algo.

Una sensación extraña se apoderó de él, como si las paredes tuvieran algo que contarle, algo que él aún no entendía.

A medida que avanzaba por los pasillos oscuros, notó que todo estaba cubierto de polvo.

Las alfombras gastadas, los muebles rotos y cubiertos de telarañas… todo parecía haber quedado atrapado en el tiempo.

Pero no estaba solo.

Podía sentirlo.

Un ruido suave, casi imperceptible, se filtró en sus oídos.

Algo crujió en la distancia.

Chiquilín se detuvo y levantó las orejas.

El sonido provenía de alguna parte al fondo, de donde se veía una luz tenue, un resplandor débil que atravesaba las sombras.

Curioso, avanzó lentamente hacia el origen del sonido.

Cada paso lo acercaba más a la fuente de la luz, y cada vez la sensación de ser observado se hacía más fuerte, como si alguien, o algo, estuviera al acecho.

Al llegar a la entrada del salón principal, Chiquilín se detuvo.

La puerta estaba entreabierta.

Al empujarla con su pata, la madera cedió con un crujido bajo.

La habitación estaba vacía, pero a través de la luz de la luna, pudo ver algo en el centro del salón.

Un gran espejo cubría toda una pared, reflejando una imagen distorsionada de la habitación.

Chiquilín se acercó con cautela.

Se detuvo frente al espejo y observó su reflejo.

Era un gato blanco, pequeño, con los ojos grandes y brillantes que siempre habían sido su característica.

Sin embargo, cuando se inclinó un poco más hacia el espejo, notó algo extraño.

Algo en el reflejo se movió.

Chiquilín observó el espejo, su cuerpo completamente erguido, los ojos fijos en la imagen que le devolvía.

El gato blanco que veía en el reflejo no parecía exactamente igual a él.

Había algo… diferente.

Un brillo extraño en esos ojos, como si hubiera algo más detrás de su propia imagen.

Como si la imagen del espejo estuviera observándolo a él, en lugar de al revés.

La tensión aumentó en su cuerpo.

Erizó la cola y los músculos de sus patas se tensaron.

El gato en el reflejo comenzó a moverse.

No con los mismos movimientos que Chiquilín hacía.

No.

Este gato se movía solo, casi como si fuera una sombra, deslizándose suavemente a través de la superficie del espejo, mientras los ojos de Chiquilín se mantenían fijos en él.




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