El casarme con Simón fue lo mejor que me sucedió, pues él era un hombre maravilloso y nunca me sentí más amada o más mujer que cuando estaba en sus brazos, pero abstenerse de su cercanía hubiera sido inteligente, porque a causa de esas noches de intimidad soy madre de siete hijos. Raquel, Marcos, Santiago, Timoteo, Ana, Absalón y Delfina. El último nombre lo elegiría mi persona. En honor a nuestro acuerdo de cerrar “la fábrica de bebés”, «más no estoy segura de que funcione».
Después de veinte años de matrimonio y habiendo probado varios métodos anticonceptivos, sin obtener el resultado esperado, me he resuelto a plantearle que acepte el dinero de papá, para un tratamiento definitivo, pero se rehusaría. Alegando que Dios era nuestro proveedor y a Él debíamos acudir. Este discurso es noble y conmovedor y por varios años me ha doblegado, aunque con la situación actual y con más de cuarto hijos, parece que el discurso dejó de surtir efecto. La verdad es que las necesidades nos están sobrepasando y estoy en un dilema; porque Simón es el hombre que amo y por el que abandone una vida de lujos y confort, incluso hasta apague las querellas de mi personalidad materialista, hasta ese día del viernes. En donde pude observar a mis hijos, siendo motivo de burla.
Al parecer a la sociedad le parecía gracioso señalarlos, por sus uniformes desgastados y zapatos parchados, más a mi persona le indigno por lo que les envié a pasar una temporada con sus abuelos. Conociendo que en esa estancia, ellos lograrían abastecerse de todas las cosas que a nuestro lado se les había negado, no obstante, Simón no lo entendió de esta forma y prefirió empezar una fuerte discusión, que sería la última; porque la caja con las piedras aparecían y con ello mis ganas de marcharme.
—A la época de 1975—dije tomando la piedra de topacio y desapareciendo ante sus ojos.
Editado: 10.08.2023