Hacía días que se repetía exactamente el mismo sueño. O quizá meses. Era
difícil saberlo con exactitud.
Allí el tiempo pasaba tan despacio que perdías la noción. Y ella ni
siquiera recordaba haber soñado algo distinto en toda su vida.
No sabía si era del todo normal que un mismo sueño se repitiera una y
otra vez, pero no se atrevía a preguntárselo a nadie. Después de todo, ella
no debería tener la función de soñar. Era una androide y se suponía que
estos no pensaban por sí mismos, no tenían imaginación. Los sueños
formaban parte de la imaginación.
A veces, se preguntaba si los demás androides soñaban, como ella, y
pensaban tanto en..., bueno, en todo. Nunca les preguntaría por miedo, pero
quería pensar que sí lo hacían. Que ella no era tan diferente.
Aunque el padre John, su creador, solía decir que ella siempre había sido
especial. Era su última creación y la más novedosa. Y todos sabían que él
era el mejor creador de la ciudad.
Ella se llamaba 43. Un androide no tenía derecho a recibir un nombre
humano, solo lo que los demás llamaban número de serie.
Aun así, su padre la llamaba Alice cuando estaban solos. A ella le
gustaba ese nombre humano, así que mentalmente se refería a sí misma del
mismo modo. Hacía que se sintiera algo más que un número cualquiera de
una larga lista.
Por supuesto, no era algo que pudiera decir delante de sus compañeros o
de los demás padres, así que en público seguía siendo la tranquila 43,
tercera androide de la quinta y última generación.
A Alice le resultaba difícil dormir y, por si eso fuera poco, siempre era la
primera en despertarse. Como no podía moverse de la cama hasta que
sonara la sirena de buenos días, siempre esperaba pacientemente mirando el
cielo a través del ventanuco que había a unos metros de distancia. Si bajaba
un poco la mirada, entre su cama y el ventanuco, veía la cama de 42, que
dormía plácidamente.
En ese aspecto, siempre la había envidiado. Se dormía nada más tocar la
cama y, además, parecía tan tranquila... Ojalá Alice pudiera hacer lo mismo.
No obstante, despertarse la primera tenía sus ventajas. Todo estaba más
silencioso cuando los demás dormían. Podía hacer lo que quisiera, siempre
y cuando no se moviera de la cama, claro. Y era la única hora del día en la
que nadie, absolutamente nadie, estaba vigilando sus movimientos. Era
como quitarse un enorme peso de encima, aunque fuera solo por un rato.
A veces, también observaba la habitación. Dormía en el edificio
principal, en la tercera planta. Tenían un pasillo solo para los androides, con
habitaciones iguales para cada grupo. Las dos primeras puertas estaban
reservadas para la primera generación; la de la derecha, para los chicos, y la
de la izquierda, para las chicas. Y así hasta llegar a las últimas. Alice pertenecía al grupo de la última puerta a la izquierda, junto con el resto de
las chicas de su generación.
Las habitaciones eran bastante austeras. Tenían forma cuadrada, las
paredes estaban pintadas de blanco y el suelo era gris —Alice no conocía el
nombre del material, pero no le gustaba, estaba bastante frío cuando ponía
los pies descalzos en él por las mañanas—. Los únicos muebles eran las
cinco camas repartidas para que cada una tuviera su propio espacio personal
y la mesa que había junto a la puerta. Una mesa rectangular de metal en la
que les ponían la ropa que debían llevar cada mañana.
Alice no sabía en qué momento ponían la ropa allí. Ella era la primera
que se despertaba y, aun así, no había conseguido verlo nunca.
Justo entonces, Alice percibió un movimiento con el rabillo del ojo. 42
se había despertado y se estiraba perezosamente. Era la androide con la que
más había hablado en su vida, pero nunca mantenían conversaciones muy
extensas. Se limitaban a comentar el maravilloso tiempo que hacía, lo
agradecidas que estaban a los padres por cuidarlas y lo felices que eran,
aunque esa dicha nunca se reflejara en los ojos de ninguna.
—Buenos días, 43 —le dijo 42 con el cabello despeinado y una pequeña
sonrisa.
—Buenos días. —Alice le devolvió el gesto.
—Hace un día precioso.
Alice se percató de que 42 no había mirado por la ventana y, por lo tanto,
no podía saber si realmente hacía buen día o no.
—Sin duda —le respondió de todas formas.
Pareció que 42 iba a decir algo más, pero se contuvo cuando la sirena de
buenos días empezó a sonar. Las demás se despertaron con el sonido, que se
cortó al cabo de menos de un minuto, y Alice se puso de pie para ir a
recoger su ropa con ellas.
Siempre era la misma indumentaria: un conjunto completamente blanco
con una falda que les llegaba por las rodillas y una pieza superior que cubría su torso y su cuello, dejando los brazos al descubierto. Alice
escondió los pliegues de la parte superior de la falda y la alisó, de modo que
no quedara ni una sola arruga. Podían castigarla si encontraban alguna. Eran
muy estrictos en ese sentido. Bueno, y en todos los demás.
A ella solo la habían castigado una vez. No había sido nada muy grave,
pero prefería no volver a vivirlo jamás. Era mejor portarse bien.
Tomó sus zapatos: unas botas blancas sin ningún tipo de atadura que
llegaban hasta los tobillos. Tras ponérselas, se recogió el pelo en una cola
de caballo, como el resto de sus compañeras.
Después, formaron una fila siguiendo el orden de sus números y salieron
de la habitación para dirigirse al comedor, que era la sala más grande del
edificio después de la de conferencias, a la que acudían muy de vez en
cuando, ya que en contadas ocasiones reunían a los androides allí. El
comedor era un espacio enorme cuya pared del fondo estaba cubierta de
ventanales que daban a los jardines traseros. Había varias decenas de mesas
repartidas de forma organizada con sus respectivos bancos para que cada
generación pudiera sentarse con sus compañeros. Esas eran las más
cercanas a la puerta por la que salían las madres que repartían la comida.
Las otras, las del fondo, eran las de los científicos. Parecían más cómodas
que las suyas y, por supuesto, los androides no tenían derecho a sentarse en
ellas. Los padres estaban a otro nivel: ni siquiera comían con ellos, sino que
tenían una sala especial.
Alice se acercó a la última mesa de metal con sus compañeras y tomó
asiento entre 42 y 44. Tras asegurarse de que todos se habían sentado ya, se
tomaron las manos las unas a las otras —los chicos estaban delante de ellas
— y cerraron los ojos. Sabía que antes la gente hacía eso para rezar a un
dios, o a más de uno, pero no acababa de comprender su significado. Había
partes de la cultura humana que seguía sin entender del todo.
Seguramente habría gente que todavía lo hacía, pero era un tema tabú en
su zona. El silencio era, simplemente, una muestra de respeto por los padres, que les habían dado la vida sin pedir nada a cambio. Además, según
ellos, la calma los ayudaba a empezar el día correctamente. Sea como fuere,
no era opcional.
Se preguntó qué pasaría si se cruzara de brazos y se negase a
agradecerles nada, porque no...
Cortó al instante esa clase de pensamiento, alarmada. ¿Por qué tenía que
pensar esas cosas? ¿Acaso quería ponerse a sí misma en peligro? Miró a su
alrededor, asustada, como siempre que le pasaba. Le daba la sensación de
que algún día alguien, de alguna forma, la descubriría y se lo contaría a los
padres.
Pero nunca lo hacían.
—¿Estás bien? —La vocecilla de 42 la devolvió a la realidad.
—Sí. —Alice intentó poner cara de confusión—. ¿Por qué no iba a
estarlo?
—Porque ha terminado el silencio.
—Lo sé.
—Ya, pero... no me has soltado la mano.
Alice parpadeó, confusa de verdad, y sintió que su corazón se detenía un
momento al ver que 42 tenía razón. De hecho, se la estaba apretando con
fuerza. Se colocó ambas manos en el regazo al instante, nerviosa.
—Estoy bien, es que..., eh..., sigo medio dormida.
—Si tienes un problema de funcionamiento, deberíamos avisar a un
padre —le dijo 44, que estaba sentada a su otro lado.
¡No! Alice contuvo la respiración, asustada.
—No hace falta —aseguró tan tranquila como pudo.
—¿Segura? —insistió 44—. Tienes mala cara. No quiero que me riñan
por tu culpa.
Apenas había hablado un par de veces con ella, pero a Alice no le
gustaba en absoluto 44. Era pelirroja, alta y tenía numerosas y llamativas
pecas repartidas por toda la cara y sobre los hombros. Pero lo que disgustaba a Alice no era su aspecto, sino su forma de ser. Siempre parecía
estar buscando fallos con la mirada para poder destacarlos y aclarar que ella
no los tenía. Era como si se sintiera mejor menospreciando a los demás. Y,
por si eso fuera poco, más de una vez había ido corriendo a contarles a los
padres cosas que había visto entre sus compañeros.
Una vez había escuchado a un chico de la segunda generación llamarla
«sapo», pero Alice no tenía muy claro qué tenía que ver un animalito con
hacer de soplona a los padres.
—He dicho que estoy bien —recalcó Alice, retomando la conversación.
—A mí no me pareces muy segura. —44 entrecerró los ojos.
—A mí no me parece que sea tu problema.
Silencio.
Ambas se miraron. Alice se asustó por lo que había dicho. 44 estaba
claramente molesta. Ay, no.
Pero entonces la vocecilla de 42 acudió a rescatarla.
—Lo que deberíamos hacer es dar las gracias por estos alimentos. Hoy
en día, no es fácil conseguirlos.
—Sí, tienes razón —le concedió 41, una androide de pelo castaño y ojos
alargados.
42 tenía un don para disolver situaciones conflictivas sin siquiera
levantar la voz, cosa de la que Alice era incapaz. En ese aspecto, también la
envidiaba un poco.
En realidad, la envidiaba en más aspectos. 42 era bajita, muy delgada,
con el pelo rubio muy claro y la nariz respingona. Tenía los ojos muy
grandes para su cara y solía moverlos a toda velocidad, como un cervatillo
asustado.
Alice, por otro lado, era muy perfecta. Demasiado. Si es que eso tenía
sentido.
Era casi aburrida.