Ciudades de Humo

1. La androide que no podía dormir

Hacía días que se repetía exactamente el mismo sueño. O quizá meses. Era 
difícil saberlo con exactitud. 
Allí el tiempo pasaba tan despacio que perdías la noción. Y ella ni 
siquiera recordaba haber soñado algo distinto en toda su vida. 
No sabía si era del todo normal que un mismo sueño se repitiera una y 
otra vez, pero no se atrevía a preguntárselo a nadie. Después de todo, ella 
no debería tener la función de soñar. Era una androide y se suponía que 
estos no pensaban por sí mismos, no tenían imaginación. Los sueños 
formaban parte de la imaginación. 
A veces, se preguntaba si los demás androides soñaban, como ella, y 
pensaban tanto en..., bueno, en todo. Nunca les preguntaría por miedo, pero 
quería pensar que sí lo hacían. Que ella no era tan diferente.

Aunque el padre John, su creador, solía decir que ella siempre había sido 
especial. Era su última creación y la más novedosa. Y todos sabían que él 
era el mejor creador de la ciudad. 
Ella se llamaba 43. Un androide no tenía derecho a recibir un nombre 
humano, solo lo que los demás llamaban número de serie. 
Aun así, su padre la llamaba Alice cuando estaban solos. A ella le 
gustaba ese nombre humano, así que mentalmente se refería a sí misma del 
mismo modo. Hacía que se sintiera algo más que un número cualquiera de 
una larga lista. 
Por supuesto, no era algo que pudiera decir delante de sus compañeros o 
de los demás padres, así que en público seguía siendo la tranquila 43, 
tercera androide de la quinta y última generación. 
A Alice le resultaba difícil dormir y, por si eso fuera poco, siempre era la 
primera en despertarse. Como no podía moverse de la cama hasta que 
sonara la sirena de buenos días, siempre esperaba pacientemente mirando el 
cielo a través del ventanuco que había a unos metros de distancia. Si bajaba 
un poco la mirada, entre su cama y el ventanuco, veía la cama de 42, que 
dormía plácidamente. 
En ese aspecto, siempre la había envidiado. Se dormía nada más tocar la 
cama y, además, parecía tan tranquila... Ojalá Alice pudiera hacer lo mismo. 
No obstante, despertarse la primera tenía sus ventajas. Todo estaba más 
silencioso cuando los demás dormían. Podía hacer lo que quisiera, siempre 
y cuando no se moviera de la cama, claro. Y era la única hora del día en la 
que nadie, absolutamente nadie, estaba vigilando sus movimientos. Era 
como quitarse un enorme peso de encima, aunque fuera solo por un rato. 
A veces, también observaba la habitación. Dormía en el edificio 
principal, en la tercera planta. Tenían un pasillo solo para los androides, con 
habitaciones iguales para cada grupo. Las dos primeras puertas estaban 
reservadas para la primera generación; la de la derecha, para los chicos, y la 
de la izquierda, para las chicas. Y así hasta llegar a las últimas. Alice pertenecía al grupo de la última puerta a la izquierda, junto con el resto de 
las chicas de su generación. 
Las habitaciones eran bastante austeras. Tenían forma cuadrada, las 
paredes estaban pintadas de blanco y el suelo era gris —Alice no conocía el 
nombre del material, pero no le gustaba, estaba bastante frío cuando ponía 
los pies descalzos en él por las mañanas—. Los únicos muebles eran las 
cinco camas repartidas para que cada una tuviera su propio espacio personal 
y la mesa que había junto a la puerta. Una mesa rectangular de metal en la 
que les ponían la ropa que debían llevar cada mañana. 
Alice no sabía en qué momento ponían la ropa allí. Ella era la primera 
que se despertaba y, aun así, no había conseguido verlo nunca. 
Justo entonces, Alice percibió un movimiento con el rabillo del ojo. 42 
se había despertado y se estiraba perezosamente. Era la androide con la que 
más había hablado en su vida, pero nunca mantenían conversaciones muy 
extensas. Se limitaban a comentar el maravilloso tiempo que hacía, lo 
agradecidas que estaban a los padres por cuidarlas y lo felices que eran, 
aunque esa dicha nunca se reflejara en los ojos de ninguna. 
—Buenos días, 43 —le dijo 42 con el cabello despeinado y una pequeña 
sonrisa. 
—Buenos días. —Alice le devolvió el gesto. 
—Hace un día precioso. 
Alice se percató de que 42 no había mirado por la ventana y, por lo tanto, 
no podía saber si realmente hacía buen día o no. 
—Sin duda —le respondió de todas formas. 
Pareció que 42 iba a decir algo más, pero se contuvo cuando la sirena de 
buenos días empezó a sonar. Las demás se despertaron con el sonido, que se 
cortó al cabo de menos de un minuto, y Alice se puso de pie para ir a 
recoger su ropa con ellas. 
Siempre era la misma indumentaria: un conjunto completamente blanco 
con una falda que les llegaba por las rodillas y una pieza superior que cubría su torso y su cuello, dejando los brazos al descubierto. Alice 
escondió los pliegues de la parte superior de la falda y la alisó, de modo que 
no quedara ni una sola arruga. Podían castigarla si encontraban alguna. Eran 
muy estrictos en ese sentido. Bueno, y en todos los demás. 
A ella solo la habían castigado una vez. No había sido nada muy grave, 
pero prefería no volver a vivirlo jamás. Era mejor portarse bien. 
Tomó sus zapatos: unas botas blancas sin ningún tipo de atadura que 
llegaban hasta los tobillos. Tras ponérselas, se recogió el pelo en una cola 
de caballo, como el resto de sus compañeras. 
Después, formaron una fila siguiendo el orden de sus números y salieron 
de la habitación para dirigirse al comedor, que era la sala más grande del 
edificio después de la de conferencias, a la que acudían muy de vez en 
cuando, ya que en contadas ocasiones reunían a los androides allí. El 
comedor era un espacio enorme cuya pared del fondo estaba cubierta de 
ventanales que daban a los jardines traseros. Había varias decenas de mesas 
repartidas de forma organizada con sus respectivos bancos para que cada 
generación pudiera sentarse con sus compañeros. Esas eran las más 
cercanas a la puerta por la que salían las madres que repartían la comida. 
Las otras, las del fondo, eran las de los científicos. Parecían más cómodas 
que las suyas y, por supuesto, los androides no tenían derecho a sentarse en 
ellas. Los padres estaban a otro nivel: ni siquiera comían con ellos, sino que 
tenían una sala especial. 
Alice se acercó a la última mesa de metal con sus compañeras y tomó 
asiento entre 42 y 44. Tras asegurarse de que todos se habían sentado ya, se 
tomaron las manos las unas a las otras —los chicos estaban delante de ellas 
— y cerraron los ojos. Sabía que antes la gente hacía eso para rezar a un 
dios, o a más de uno, pero no acababa de comprender su significado. Había 
partes de la cultura humana que seguía sin entender del todo. 
Seguramente habría gente que todavía lo hacía, pero era un tema tabú en 
su zona. El silencio era, simplemente, una muestra de respeto por los padres, que les habían dado la vida sin pedir nada a cambio. Además, según 
ellos, la calma los ayudaba a empezar el día correctamente. Sea como fuere, 
no era opcional. 
Se preguntó qué pasaría si se cruzara de brazos y se negase a 
agradecerles nada, porque no... 
Cortó al instante esa clase de pensamiento, alarmada. ¿Por qué tenía que 
pensar esas cosas? ¿Acaso quería ponerse a sí misma en peligro? Miró a su 
alrededor, asustada, como siempre que le pasaba. Le daba la sensación de 
que algún día alguien, de alguna forma, la descubriría y se lo contaría a los 
padres. 
Pero nunca lo hacían. 
—¿Estás bien? —La vocecilla de 42 la devolvió a la realidad. 
—Sí. —Alice intentó poner cara de confusión—. ¿Por qué no iba a 
estarlo? 
—Porque ha terminado el silencio. 
—Lo sé. 
—Ya, pero... no me has soltado la mano. 
Alice parpadeó, confusa de verdad, y sintió que su corazón se detenía un 
momento al ver que 42 tenía razón. De hecho, se la estaba apretando con 
fuerza. Se colocó ambas manos en el regazo al instante, nerviosa. 
—Estoy bien, es que..., eh..., sigo medio dormida. 
—Si tienes un problema de funcionamiento, deberíamos avisar a un 
padre —le dijo 44, que estaba sentada a su otro lado. 
¡No! Alice contuvo la respiración, asustada. 
—No hace falta —aseguró tan tranquila como pudo. 
—¿Segura? —insistió 44—. Tienes mala cara. No quiero que me riñan 
por tu culpa. 
Apenas había hablado un par de veces con ella, pero a Alice no le 
gustaba en absoluto 44. Era pelirroja, alta y tenía numerosas y llamativas 
pecas repartidas por toda la cara y sobre los hombros. Pero lo que disgustaba a Alice no era su aspecto, sino su forma de ser. Siempre parecía 
estar buscando fallos con la mirada para poder destacarlos y aclarar que ella 
no los tenía. Era como si se sintiera mejor menospreciando a los demás. Y, 
por si eso fuera poco, más de una vez había ido corriendo a contarles a los 
padres cosas que había visto entre sus compañeros. 
Una vez había escuchado a un chico de la segunda generación llamarla 
«sapo», pero Alice no tenía muy claro qué tenía que ver un animalito con 
hacer de soplona a los padres. 
—He dicho que estoy bien —recalcó Alice, retomando la conversación. 
—A mí no me pareces muy segura. —44 entrecerró los ojos. 
—A mí no me parece que sea tu problema. 
Silencio. 
Ambas se miraron. Alice se asustó por lo que había dicho. 44 estaba 
claramente molesta. Ay, no. 
Pero entonces la vocecilla de 42 acudió a rescatarla. 
—Lo que deberíamos hacer es dar las gracias por estos alimentos. Hoy 
en día, no es fácil conseguirlos. 
—Sí, tienes razón —le concedió 41, una androide de pelo castaño y ojos 
alargados. 
42 tenía un don para disolver situaciones conflictivas sin siquiera 
levantar la voz, cosa de la que Alice era incapaz. En ese aspecto, también la 
envidiaba un poco. 
En realidad, la envidiaba en más aspectos. 42 era bajita, muy delgada, 
con el pelo rubio muy claro y la nariz respingona. Tenía los ojos muy 
grandes para su cara y solía moverlos a toda velocidad, como un cervatillo 
asustado. 
Alice, por otro lado, era muy perfecta. Demasiado. Si es que eso tenía 
sentido. 
Era casi aburrida.



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En el texto hay: futuro, amor, amistad

Editado: 09.01.2024

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