(A place for everyone)
I
Había desafiado a la muerte desde que comenzó la adolescencia, pero cuando colocó la mano sobre el acero de la tapadera que lo separaba del exterior, tuvo la sensación de que le estaba pisando los talones. Bod, destapó con lentitud la arqueta del alcantarillado dejando que la luz penetrara por los resquicios. Subió las escaleras y frunció el ceño cuando la claridad lo deslumbró. Estaba tan acostumbrado a la penumbra, que se permitió unos instantes para deleitarse con la templanza que le regaló la naturaleza. Se impulsó apoyando las palmas de las manos en el asfalto ardiente y con una mueca de desazón logró sostener su robusto cuerpo.
Su tez negra brillo bajo los radiantes rayos de luz solar, pero cuando divisó sus alrededores su mirada oscureció. Cientos de cadáveres carbonizados adornaban las calles de Nueva York.
Los rascacielos habían sido reducidos a escombros, aún prevalecía el humo de los incendios causados por los misiles AIM-54 Phoenix, que había utilizado el servicio militar. Algunos edificios prevalecían en pie, vigorosos, como si a su alrededor no hubiera sucedido nada. Había vehículos destrozados bloqueando las calles.
Bod, abrió los ojos como platos y sintió la necesidad de volver a los túneles del alcantarillado, lugar en el que había permanecido durante más tiempo del esperado. Pero debía encontrar alimentos antes de regresar o moriría de inanición o deshidratado, quizás ambas. Pese a sus problemas con los alimentos, su verdadero aliciente era hallar cualquier bebida alcohólica, para evadirse de la realidad que azotaba con fuerza su existencia.
Deambuló sin rumbo, mirando los coches con los que se cruzaba, con la esperanza de encontrar víveres.
Buscó en las guanteras de los vehículos que continuaban abiertos, algunos todavía con sus propietarios. Halló una caja de cigarros, analgésicos y un rollo de vendas. El cilindro de tabaco, le vino como anillo al dedo y no vaciló en el momento de encenderse uno.
La ciudadanía había intentado huir de la ciudad, pero tras quedar atrapados en un atasco, habían sido masacrados por las fuerzas aéreas, enviados por el gobierno estadounidense, los mismos que habían prometido protegerlos.
Bod, se detuvo en seco tras avispar un cráneo pequeño, dedujo que debía ser de un niño. Su cuerpo había desparecido y tenía los ojos completamente salidos de las cuencas. Todavía conservaba las fracciones y el cabello. Una arcada sacudió su cuerpo sintiendo un escalofrío que le recorrió la espalda y erizo el vello de sus brazos. Aturdido, se tambaleó hasta la fachada de un edificio y apoyó el antebrazo sobre el hormigón. La segunda náusea vino acompañada de un fluido ácido y cristalino que ascendió por la garganta. Escupió una y otra vez, para intentar deshacerse de esa amarga sensación, y arrastró los pies hasta la esquina de la calle sin dejar de apoyarse en la pared. Cuando alzó la mirada, visualizó a más de una docena de personas agrupadas. Creyó estar generando una alucinación, pero pronto se percató de que eran reales. Bod, frunció el ceño, para poder identificar la expresión de esa gente, porque si se trataban de las mismas criaturas que había visto antes de entrar a los túneles, estaba delante de un grave problema.
Las personas se giraron hacia él, entonces descubrió un montón de rostros desencajados, con miradas perdidas. Gritaron al verle alzando objetos, con los que de atraparlo, le romperían cada hueso del cuerpo hasta la muerte. Uno de ellos, le lanzó una llanta de aluminio de un turismo. Cuando los bramidos retumbaron sobre los cimientos de los rascacielos, Bod se volteó en sí mismo y comenzó a correr. Intentó ignorar el dolor crónico, que nacía en su cadera y se deslizaba por la pierna derecha. Reducía la capacidad de caminar, ralentizando la huida. Pero con una mueca de desazón, forzó al máximo sus capacidades, pese a ser consciente de las secuelas que podía acarrear.
Huyó declinándose en las calles, cuando divisó un camión estacionado entre dos edificios, parecía haber sido puesto adrede para impedir el acceso. Se acercó deprisa, descolgado su mochila mientras corría. La tiró de golpe contra el asfalto y le dio un puntapié mandando sus pertenecías al otro lado. Se dejó caer sobre la carretera golpeando la piel que cubre las rótulas, para posteriormente, acabar completamente en el suelo. Se arrastró por debajo, hasta llegar al callejón, solo para percatarse de que acababa de cavar su propia tumba.
Un par de contenedores, la puerta de emergencia de un club nocturno y un enorme muro de ladrillo que finalizaba en alambre de espinas... Era imposible salir sin volver tras sus pasos.
No podía saltar el enorme bloqueo que se presentaba frente a sus ojos, tampoco podía esconderse y sabía que «los desquiciados» adquirían ventaja cada segundo que transcurría.
Se movió con nerviosismo acercándose a la puerta y la intentó abrir sin éxito. La golpeó, pateo y gritó desesperado. Se acercó a los contenedores para intentar arrastrarlos hacia el muro, con la intención de trepar por ellos y saltar al otro lado, pero eran demasiado pesados. Se detuvo junto a la puerta del club, pegó la espada contra la fachada y miró hacia el camión esperando la llegada de sus asesinos. Deslizó las manos por su rostro con una expresión de desosiego.
Desvelaba el terrible temor a morir. Pensó que debía haber permanecido en los túneles y morir de hambre en lugar de apaleado.
Escuchó gritos cercanos de sus perseguidores y como golpeaban el camión. Comenzó a rezar, aunque no era creyente, aferrándose a la ayuda divina por primera vez.
Entonces percibió un sonido inusual, era una cadena de hierro rozando en sí misma y después escuchó como se contraía la cerradura de la puerta del club nocturno.