Cofre de Relatos - Antología de Historias Breves

Cuando las Pesadillas Acaban

Diario de Frederick. 12/06/1955.

 

Anoche me fui a la cama más temprano de lo usual. No sabía por qué pero me sentía excesivamente cansado, últimamente me he sentido muy débil. Observé sin ánimos la cama fría que me esperaba y, sin ningún goce, posé mi cabeza sobre la almohada e inmediatamente comencé a soñar sin desearlo una vez más.

Aquél era uno de esos sueños, lo supe enseguida porque a pesar de que estaba dormido sentía la enorme necesidad de volver y no dormir jamás.

Todavía recuerdo a las personas de ese maldito sueño: seres que sufrían. ¡Qué terrible era su dolor! ¡Su indignación! ¡Su furia! Todas ellas estaban siendo torturadas, golpeadas, humilladas sin piedad, y entre esas tantas estaba yo. Me encontraba en medio de una ciudad destruida y a oscuras, más ennegrecida de lo que hubiera deseado y ahora también estaba a expensas de cualquier tipo de animal hambriento y vigilante que osara buscar refugio. Yo iba descalzo y casi desnudo, caminaba sin rumbo pero no estaba solo, ¡ojalá lo hubiese estado! Cientos de personas a mi alrededor gritaban con un dolor indescriptible, con el timbre de sus acabadas voces implorando un poco de auxilio sin obtener ni una pisca de ello. Lo único que podía divisar era como la terrible guadaña de la muerte se afilaba ingrata en sus desgastados cuerpos hasta hacerlos derrumbarse. De pronto, como si el aire dejara de existir, comencé a sentir una asfixia terrible; tal como debe sentirse estar muriendo en el mar. Solo que en éste mar la sensación de ahogo era peor porque no me asesinaba, sino que me asfixiaba más y más y nunca terminaba. Quería huir, me sentía desesperado. Deseaba con todas mis fuerzas salir gritando, pedir ayuda, rogar misericordia, pero algo me lo impedía y mi garganta se encontraba seca quizá por la sed o el miedo… No había salida entre tantas posibles entradas, no podía escapar.

Las personas seguían apareciendo a mi alrededor. Cada rostro era distinto y no había distinción alguna: Hombres acabados, mujeres que se arrastraban dejando una mancha oscura de sangre debajo de sus piernas, indefensos niños a los que se les saltaban los ojos por la extrema delgadez… Todos sufriendo sin derecho de luchar, de defenderse… Y ese olor, ¡qué horrendo olor! ¡Azufre! Fue ahí donde por fin lo supe, sabía dónde estaba, sabía también que estaba dormido más que nunca, que todo aquello no era real pero no podía conseguir volver. Me hallaba atrapado en mi propia pesadilla, una pesadilla que se desenvolvía en la profundidad del mismo infierno. Las llamas nos consumían, sin duda ese tenía que ser el infierno. Pero no estábamos solos, había más. Seres putrefactos con forma de hombres grises que no se lamentaban, seres desalmados y crueles que herían sin corazón ni piedad a todos los que ahí sufríamos.

Una de esas horrendas figuras se acercó a mí mientras yo intentaba reaccionar y, sin titubear, me pateó el rostro hasta sangrarme la nariz y abrirme el labio. Me golpeó aún más estando tirado en el suelo y yo… yo no podía hacer nada, ¡era tan pequeño!, y él ¡un monstruo! Derrotado sobre el sucio suelo solo me preguntaba ¿por qué? ¿Qué le había hecho yo? ¿Qué les hacían todas las demás personas a mi alrededor? ¿Qué pecado podía haber cometido un niño para merecer una condena así, si ni siquiera había tenido tiempo de conocer el pecado? ¿Por qué me ardían tanto los golpes si no eran reales? ¿Por qué no podía despertar?...

Comencé a desvanecerme todavía en el piso pero seguía escuchando a lo lejos los gritos desgarrados que se ahogaban con ensordecedores estruendos que los silenciaban y me helaban el alma. Los ojos de las víctimas, y quizá también los míos, estaban perdiéndose en lo profundo de la neblina que cubría nuestros pies. ¡Nos estábamos muriendo una y otra vez! Y, aunque moríamos, no llegaba el descanso. Aquel afamado descanso, esa inmensa paz que muchos dicen que hay después de fallecer, ¿por qué no llegaba? ¡Necesitaba que terminara y pronto!

Me mantuve en el suelo ya casi desmayado y ninguna de las personas que deambulaban con lentitud por mis costados me dedicaba una mirada de misericordia, mucho menos un intento de ayuda. Era como si no existiera en ese mundo, o no existiera para ellos. De la nada tres de esos seres demoniacos aparecieron y se acercaron a mí y me insultaron, me escupieron encima y me repitieron una y otra vez sus denigrantes frases.

«¡¿Es que acaso nunca se cansaban?!», pensé desesperado.

Poco rato después, uno que para mí pareció interminable, los malditos hombres grises pararon su agresión y me quedé en el suelo esperando despertar o morir, lo que pasara primero. Un hombre con las piernas temblorosas pasaba por ahí apenas caminando y cometió el error de cruzarse por el camino de los tres seres que antes me agredieron. Uno de ellos, sin pestañear, lo asesinó frente a mis ojos. Lo degolló en dos segundos y dejó que su sangre se derramara primero por el suelo y luego sobre mí porque me arrojó su cuerpo encima.

Creo que pasé media hora o más ahí tirado. «¡Los sueños no duran tanto!», me dije. Estaba empezando a dudar, quizá no lo era, quizá lo que estaba viviendo era real y mi mente no quería aceptarlo. ¿Cuántas veces el cerebro humano no juega bromas macabras?

Tenía hambre, frío y mucho miedo, el peor de los miedos que alguien puede sentir. Aun así conseguí fuerzas para levantarme y avancé casi gateando hacia lo desconocido. Lo que vi después fue peor y yo imaginaba que nada superaría lo que por desgracia ya había conocido. El camino era una senda cubierta por cadáveres. ¡Sí!, ¡cadáveres! Cientos de ellos. Todos con muestras claras de tortura. Restos de cuerpos, rostros sin alma… regados por todas partes, pero yo solo podía pensar: «¡qué afortunados!». Por lo menos ellos ya habían salido de ese lugar aunque no fuera de la mejor manera.



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En el texto hay: relatos cortos, oneshot, generos varios

Editado: 03.09.2024

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