Lo supe desde que era más joven, mi vida terminaría antes de los veintitrés. Ocurrió un bello día de verano. Él me invitó a dar un romántico paseo en el lago. Me puse mi mejor vestido y cepillé mi cabello varias veces, lo decoré con un broche en forma de flor y salí a su encuentro. El rubor corrió por mis mejillas al verlo. Ganarme su amor era el motivo del insomnio que me perseguía desde que lo conocí. Sabía que nos atraíamos, pero la decepción llegó cuando se comprometió con una señorita más elegante y mucho más adinerada.
Fuimos hasta el solitario lago y él me ayudó a subir al pequeño barquito, siempre tan cortés. Remó sin parar por casi media hora mientras hacía preguntas sobre mis gustos, ocupaciones y demás. El tiempo a su lado pasaba en un parpadeo. Llegamos justo a la parte más profunda y allí nos detuvimos. Supuse que por fin se atrevería a besarme, y lo hizo, me besó. Tomó mi cintura con tremenda fuerza y nuestros labios se unieron por primera vez. Oh, sí, debí recordármelo, pero me dejó ciega con su encanto. Sin que pudiera detenerlo, aprovechó la distracción y me lanzó sin piedad al agua. Antes de hundirme pude ver su sonrisa, esa sonrisa que me sedujo hasta la locura. No existía duda de que él lo averiguó. El desafortunado incidente de su prometida en realidad no fue un incidente, el té no se envenenó solo, y su sirvienta era yo.