Tengo ya veinte años y mi momento ha llegado. La ceremonia tiene lugar en el “Templo de los Datos”, un espacio donde el plateado de las máquinas reluce y donde los devotos más jóvenes se reúnen para conectar con sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos...
En la “Ascensión de Datos” hasta un avatar me dejaron diseñar a mi gusto.
El casco está lleno de agujas que baja por sí solo. Nadie me pregunta si estoy listo. Mi cuerpo carnal no importa, a mí tampoco debería importarme ya, pero cuando los pinchos entran en mi cráneo duele tanto. Se trata de un dolor asfixiante y real. Grito porque me es imposible resistirlo mientras succionan mis memorias y conocimientos.
Transferir lo que soy a un espacio digital que celebramos como inmortal es horroroso, y nadie dice que lo será. Nadie te advierte que se te revientan los glóbulos oculares y hay sangre fluyendo espesa por mis oídos.
Los “Ciberalmistas” creemos que la verdadera trascendencia solo se alcanza de esta manera.
En medio de mi tormento me doy cuenta de que es cierto el antiguo mito de ver la luz al final del túnel. ¿Será acaso el túnel que me guía hacia la eternidad digital? ¿O es aquella ridícula creencia de que hay un “más allá”?
El momento culminante llega y dejo de sentir, de oler y seguro dejaré de saborear. Cuando caigo en la cuenta, veo que fusionamos las conciencias con todos lo que habitamos en estas infinitas nubes. Ahora sé que nunca más podré estar solo. Nunca más.