Cofre de Relatos - Antología de Historias Breves

Rapapolvo

En el caluroso pueblo de Verdeluz, un río serpenteaba, rodeándolo. Esas aguas cristalinas parecían susurrar vergonzosos secretos que sólo los más atentos podían comprender.

El puente más grande, conocido como el puente empinado, se alzaba como un desafío para quienes pasaban por allí. Muchos, en sus vaivenes, no lograban cruzarlo sin perder el equilibrio.

Justo en la esquina inferior, al final de la pendiente, había una humilde casita de teja donde una pareja de campesinos criaba pollos, guajolotes y caballos. También tenían un burro viejo y terco llamado Cirilo, que, atado a un árbol, observaba la vida del pueblo con ojos cansados.

A Cirilo lo saludaban los niños y a veces también los adultos. No faltó quien le diera unos jalones de orejas o le propinara una que otra patada, pero el burro ni rebuznaba y, aunque la cuerda era larga, no se movía del mismo lugar.

En ocasiones a Cirilo se le veía un extraño resplandor en los ojos, pero decían que era porque tenía cataratas.

Aquella noche el cielo se cubría de nubes pesadas y el aire se sentía húmedo. Era una madrugada sin luna.

Un hombre ebrio tropezó cerca de la orilla del río al final del puente, dio un buen sentón, maldijo adolorido y se acomodó en el suelo. Era incapaz de volver a levantarse. El alcohol y el porrazo no ayudaban. Fue entonces cuando, como si las sombras cobraran vida, una voz clara rompió el silencio:

—¡Oye, tú! ¡Deja de hacer ruido y muévete a la chingada de aquí!

El hombre, sorprendido y nervioso, inspeccionó a su alrededor. En la penumbra, solo vio al burro, inmóvil. Primero lo ignoró, pero luego se dio cuenta de que lo veía fijo, ni siquiera parpadeaba, y con una intensidad que lo hacía parecer más un hombre que un animal.

La piel de los brazos del borracho se le erizó y sintió la cabeza liviana.

—Chingado burro —dijo, riendo a fuerzas—. ¿Qué te crees para echarme esos ojos?

El hombre se disponía a volver a acomodarse hasta que se le pasara el dolor, pero se dio cuenta de que Cirilo, con una calma inquietante, abrió la boca:

—Te estoy hablando, pinche ebrio. Eres un estorbo, y tus gritos asustan a los peces. ¡Vete a tu casa!

Al hombre se le cortó la risa y lo recorrió un frío doloroso. Pensó que en cualquier segundo su corazón se detendría. Eso le pasó a don Pancho, su vecino que cayó tieso después de una fuerte impresión. Aterrado, recobró las fuerzas, se levantó y se alejó corriendo.

El hombre regresó a casa tiritando, hasta lo tomado se le quitó. Apenas llegó le contó a su mujer lo que había sucedido, pero ella, incrédula y somnolienta, solo se burló. Después de todo, su esposo era un borracho consumado que llevaba días sin llegar a dormir.

Sin embargo, algo cambió en el hombre. A partir de esa noche decidió que era mejor idea dar la vuelta por el sendero más largo antes que acercarse al puente empinado. La imagen del burro hablante lo perseguía dormido y despierto. Cualquier otro burro le recordaba al espantoso animal. El cura le aconsejó que jurara a la virgen de Guadalupe que nunca más tocaría un trago. Él, obediente y al mismo tiempo desesperado, aceptó.

Pronto se supo en el pueblo la historia del borracho que escuchó a un burro hablando. Al cabo de unos meses Cirilo se convirtió en una leyenda.

"Si sigues bebiendo, el burro te gritará", susurraban unos a otros.

En una de las fiestas del pueblo, los borrachos se multiplicaron, rieron a gritos y bailaron hasta altas horas de la madrugada. Envalentonados y un poco aburridos de lo mismo, algunos fueron hasta el final del puente empinado para retar a Cirilo. Se burlaron de él, le arrojaron piedras, lo insultaron, pero el burro siguió callado. Entre risotadas, decidieron seguir la fiesta en otro lado.

El más joven se quedó al final, y fue cuando escuchó quedito:

—¡Vaya grupito de inútiles con los que andas! ¡Lárgate ya, mocoso, y deja de hacer el ridículo!

La palidez del rostro del muchacho lo delató.

—¡Sí habla, lo acabo de oír! —les advirtió a sus amigos, señalando al quieto Cirilo.

Ellos se detuvieron a verlo y de inmediato se soltó la bulla burlona.

—Ya te pegó duro la trasnochada —le dijo otro borracho al jovencito.

—¡Claro, un burro hablando! —se mofó otro—. Mejor Apúrate que hace hambre.

El muchacho giró un poco la cabeza y volvió a ver a Cirilo. En ese momento se dio cuenta del resplandor en sus ojos.

Desde ese día, cada ruido, por pequeño que fuera, lo hacía saltar; un crujido en la pared, un susurro en el viento, las pisadas nocturnas de su madre… Creía que Cirilo lo observaba. El tormento se apaciguó cuando abandonó sus intenciones de volverse un borracho de cantina.

La gente seguía sin creer que un viejo burro hablara, pero todo cambió una mañana, muy temprano. La señora panadera salió a entregar en su bicicleta una canasta de pan de rompope recién hecho. Cuando lo estaba haciendo, el aroma dulce y cremoso de la bebida la sedujo y se pasó de la cuenta consigo misma.

La bicicleta tambaleó en la retadora pendiente y los calientitos panes terminaron rodando por la calle polvosa. Uno de ellos fue a dar a las patas de Cirilo. Él lo olisqueó lento.



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En el texto hay: relatos cortos, oneshot, generos varios

Editado: 14.10.2024

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