Como sonríen las tortugas (última versión gratis y completa)

Como sonríen las tortugas

El tigre miró a su alrededor, con ojos de tigre cansado, buscando un poco de agua que beber. Ya se hacía de noche, la luna aparecía y desaparecía entre la fronda de los árboles en aquel bosque donde vivía. Las lluvias se habían ausentado desde hacía mucho tiempo, tanto que el tigre había perdido la cuenta de los días, y los pocos charcos de agua que había encontrado se habían convertido en barro seco. Entonces se preguntó si era buena idea seguir adelante, tal vez lo mejor sería regresar a esas rocas filosas donde se echaba a veces a descansar, y esperar a que en el cielo apareciera una nueva luna que le trajera mejor suerte. Pero en el fondo sabía que no podía darse ese lujo, se sentía muy débil, y temía que al día siguiente fuese a sentirse peor. Si no encontraba un poco de agua dulce pronto, ya no le quedarían fuerzas ni siquiera para caminar. De pronto escuchó un ruido al costado del sendero donde se había detenido… algo se movía entre las hojas. Inmóvil en la penumbra de la noche, el tigre agudizó la vista, tanto que dejó de ver; ahora sus orejas captaban mínimos movimientos en la oscuridad. Alguien más estaba ahí. Tal vez era otro tigre como él. Un cosquilleo le corrió entre las manchas negras de su piel dorada. Y de repente experimentó algo que no había sentido nunca. Tuvo miedo. Escuchó otro ruido, una pisada cerca suyo. Si alguien lo atacaba, en el estado en el que estaba no podría defenderse. Era la primera vez en su vida que el tigre tenía miedo… por lo general era él quién generaba miedo en los otros… así que esto es lo que se siente…, se dijo el tigre. Ahora podía comprender a esas liebres traviesas, a los ciervos pensativos, a esos cerditos curiosos que salían corriendo en cuanto lo veían cerca por el bosque. De inmediato pensó en su hermano tigre, tal vez era él quien lo vigilaba, pero hacía tanto tiempo que no lo veía que también su hermano tigre había pasado a ser un extraño compitiendo por un poco de agua. Además de ver con las orejas, ahora el tigre veía también con la nariz: sí, había olor a otro animal por el sendero. Ya no cabían dudas, alguien más andaba por ahí. Pero las pisadas que recién había escuchado eran ligeras, no eran pisadas de un animal corpulento. Un zorro, pensó el tigre. Tal vez sea un zorro. En otro momento no hubiera temido cruzarse con un zorro, pero por lo débil que se sentía, un zorro podía ser un feroz competidor.

Decidió entonces seguir camino, alejarse de aquel lugar, dar esos cuatro pasos que se repetían en otros cuatro pasos, por aquel sendero alumbrado de a tramos con la luz blanca de la noche, mientras que unas sombras arabescas se desparramaban por el suelo, vibrando cuando el viento agitaba las ramas de los árboles.

Durante horas el tigre caminó sin encontrar una sola gota de agua, y comenzó a alejarse cada vez más de sus zonas conocidas dentro del bosque. Hasta que llegó a un lugar en el que no había estado nunca. Con sorpresa vio lo que en un principio le pareció imposible: el bosque que tanto conocía, de pronto se terminaba. Y más allá, frente a sus ojos, aparecía una superficie sin árboles, ni plantas, lisa, plateada y brillante, muy distinta a todo lo conocido. El tigre había descubierto la playa. Alzó la mirada, y encontró dos lunas, una en lo alto del cielo, la otra, temblorosa, reflejada en el horizonte. Un rugido ensordecedor que provenía de todos lados envolvía el aire y no lo dejaba pensar. Qué animal podía tener aquella voz tan poderosa, el tigre nunca había escuchado algo así. Miró el suelo, pisó con desconfianza aquella superficie plateada y maravillosa, y al dar algunos pasos noto como sus patas se hundían en la arena blanda. Así, envuelto en la adrenalina de lo nuevo, dejó atrás el bosque y su penumbra silenciosa, y comenzó a avanzar por aquel lugar fascinante donde la noche se hacía brillante y plana, y sin final. Al levantar la mirada, encontró que se unían, en lo interminable del horizonte, el cielo y la tierra, en un mismo color azul. Ya había descubierto la playa, el tigre, ahora descubría el mar. Sin embargo, al principio no le gustó ver sus huellas en la arena, dejar semejante rastro lo delataba, pero comprendió que no había otro modo de avanzar. Por otro lado, esas mismas huellas le permitirían rehacer sus pasos y poder regresar al bosque. Entusiasmado, logró olvidarse por un momento de la sed que lo apremiaba, y quiso saber qué era ese lugar sin árboles ni plantas, con ese suelo brillante y movedizo, tan distinto a la tierra firme del bosque. Entonces encontró al dueño de aquel rugido ensordecedor que se propagaba por el aire, una inmensa masa de agua se acercaba a la orilla, arrugándose en pequeñísimas olas, y de pronto retrocedía temeroso del nuevo visitante, para luego avanzar otra vez. Era tan grande el mar, y tan imponente, que el tigre quiso huir, regresar a los senderos conocidos de su bosque, a la seguridad de su roca. Pero sus ojos quedaron encantados con lo que veían, sus orejas se acostumbraban de a poco a aquel rugido, y después de unos segundos, se atrevió a acercarse aún más. El tigre observaba el mar, con el respeto que se le tienen a las cosas peligrosas, cuando algo interrumpió el paisaje: una tortuga apareció por detrás, se arrastraba por la arena, a tan solo unos metros de donde él estaba parado. El tigre sintió las irrefrenables ganas de saltar y ponerle una pata encima, pero no para comerla, una tortuga no iría a servirle de nada, con ese caparazón tan duro igual a la corteza de los árboles, sino para hacerle saber que él seguía siendo el más feroz entre todos los animales. Como el bosque que habitaba, ahora que estaba ahí, aquel lugar también le pertenecía. Qué fácil sería atraparla, pensó el tigre, es como todas las tortugas, lenta y tonta. Entonces el tigre se agazapó y preparó el zarpazo. La tortuga parecía caminar hacia la oscuridad del mar, no le prestaba atención al tigre, avanzaba con dificultad mientras sus patas pesadas se enredaban de a ratos en la arena. Finalmente, la tortuga logró llegar hasta la orilla, el tigre la observaba ahora con cierta admiración, ella esperaba el momento indicado. Cuando una ola cubrió su caparazón, la tortuga desapareció bajo la espuma. El tigre se quedó inmóvil, sorprendido primero, luego envidioso del coraje de aquella tortuga, que había enfrentado al mar ella sola, pura valentía. No daba crédito a sus ojos, por primera vez en su vida había encontrado alguien más valiente que él. Sintió su sangre correr por todo el cuerpo, como cuando estaba a punto de dar el salto final tras perseguir a una presa, y tuvo deseos de rugir, más fuerte de lo que rugía el mar. Si la tortuga había podido enfrentar su miedo, él también podría, para eso había nacido tigre, todos los demás animales lo respetaban por no temerle a nada, y el mar también lo iría a respetar. El tigre miró las olas, no había imaginado nunca algo así, y sin pensarlo dos veces corrió él también hacia el mar. Dio un salto, sintió el frio del agua en la piel, y dio otro salto más para no dejarse atrapar por las olas. Pronto su cuerpo entero estaba bajo el agua, en medio de aquel rugido interminable y ensordecedor que se mezclaba con su propio rugido. El tigre se hundía en el agua, sin nada que pudiera hacer. Burbujas de aire comenzaron a salir de su nariz, y aunque sus patas luchaban todavía para salir a flote no encontraban nada de donde aferrarse. El tigre se hundía cada vez más, el mar lo sacudía y lo mareaba, y sus movimientos frenéticos sólo le restaban las pocas fuerzas que le quedaban. Atrapado entre las olas, allí, solitario y final, de pronto la noche fue un silencio oscuro y distinto, una soledad en la que no había estado nunca. Y en esa soledad oscura y distinta, el tigre comprendió que no había forma de escapar. No se podía luchar contra el mar, el agua se dividía entre sus patas, y en aquel momento pensó en los senderos del bosque, en el destino de tigre que lo había llevado hasta ahí. Ahora luchaba por sobrevivir, pero el mar, indiferente, no luchaba contra el tigre, y era por eso que se lo tragaba de a poco; cuanto más se movía el tigre, más rápido se quedaba sin aire, y ya no había nada más que pudiera hacer. Entonces el tigre se dejó caer, vencido ya, hacía aquel abismo arremolinado e interminable del fondo del mar. Se hundía en la ternura del agua, el tigre, en las corrientes submarinas, se acostumbraban al fin sus ojos a tanta oscuridad, cuando de pronto sintió que algo lo arrastraba. El tigre no comprendió qué sucedía, hasta que sus ojos vieron en el cielo brumoso por encima de su cabeza una mancha blanca que se hizo cada vez más grande y luminosa, y al sacar la cabeza fuera del agua descubrió la luna, y respiró. Fue una bocanada de aire fresco que lo devolvió a la vida. La tortuga lo había salvado, había sido ella quien lo había rescatado desde las profundidades, pero ahora la tortuga luchaba contra la corriente, porque el cuerpo del tigre le resultaba demasiado pesado. Aunque sabía moverse en el agua, y conocía el mar y la fuerza de las olas, la tortuga apenas lograba sostenerse a flote. Sin embargo, con mucho esfuerzo pudo llevar al tigre a tierra firme, y con el poco aliento que le quedaba, los dos lograron salir del agua. La tortuga dio varios pasos y se dejó caer sobre la arena, donde las olas no podían alcanzarla. El tigre se sentó junto a ella. También estaba exhausto, si apenas podía levantar la cabeza y mantener los ojos abiertos.




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