Arthur.
Me di cuenta de que tenía que detener a Sandra antes de que cruzara la puerta. En dos zancadas la alcancé y, sin pensar demasiado, tomé su mano para frenarla. Tal vez lo hice con demasiada brusquedad, porque perdió el equilibrio y, en un instante, cayó contra mi pecho.
El calor de su cuerpo me golpeó como una descarga inesperada. Su perfume, la cercanía de su respiración… me invadieron como una corriente de fuego. Fue un instante, apenas un par de segundos, pero lo sentí como una eternidad. Algo despertó en mí, una sensación olvidada, enterrada bajo años de control y determinación.
Me obligué a reaccionar y la solté con suavidad, alejándola lo suficiente para recuperar el aire.
—Lo siento, no quise ser grosero —me disculpé, tratando de sonar indiferente, aunque mi propio tono me traicionaba—. Pero, sinceramente, no entiendo qué es lo que te preocupa.
Sandra alzó el rostro, desafiante.
—¿Aún sigues preguntando? —espetó, con incredulidad en su mirada.
Exhalé con paciencia.
—Créeme, haré todo lo posible para que ni siquiera tengas que pensar en el niño.
Ella me estudió en silencio, sus ojos recorriendo mi rostro como si intentara descifrar algo más allá de mis palabras, como si buscara la más mínima fisura en mi argumento.
—La cláusula no dice que el hijo tenga que ser de mi esposa —agregué, manteniendo la voz firme—. Solo tiene que existir. Este será solo mi hijo, no tendrá nada que ver contigo.
Sandra siguió sin decir nada, pero su expresión se endureció.
—Sandra, no te estoy pidiendo que me respondas ahora mismo —continué, bajando un poco el tono—. Entiendo que esta parte de la cláusula te tomó por sorpresa…
—No, Archie, no estoy sorprendida —me interrumpió con una risa seca—. Estoy atónita por lo absurdo de todo esto. No me gustó este trato desde el principio, y ahora, encima, vienes con que necesitas un hijo… —Negó con la cabeza y cruzó los brazos—. ¿Cómo demonios imaginas que funcionará nuestra "vida familiar"? —Hizo comillas con los dedos, con sarcasmo evidente—. ¿Voy a tener que compartir casa con una madre subrogada?
—No. Viviremos en mi casa, que es lo suficientemente grande para que no tengamos que molestarnos. Podrás seguir con tu vida como hasta ahora. Solo nos veremos cuando sea necesario. Tres o cuatro apariciones públicas al año, lo justo para que la prensa nos tome fotos y nadie sospeche.
Sandra apartó la mirada y suspiró.
—No lo sé, Arthur… —dijo en voz baja, como si hablara más consigo misma que conmigo.
Podía sentir su indecisión, la batalla interna que libraba. Lo entendía. Pero no podía permitirme perder esta oportunidad.
—Sandra, por favor —supliqué, y mi propia voz sonó más vulnerable de lo que quería—. No me gusta esto más de lo que te gusta a ti. Si fuera por mí, no tendría que estar aquí pidiéndote esto. Pero no puedo dejar que todo por lo que mi familia ha trabajado desaparezca.
Hice un gesto con la mano, señalando la oficina, los planos enmarcados en las paredes, la fábrica más allá de esas puertas.
—Solo te pido que lo pienses. No ahora, no con la emoción del momento. Date un respiro. Mañana te llamaré.
Ella me miró durante unos segundos que parecieron eternos. Finalmente, asintió con lentitud.
—Está bien —aceptó, acomodándose el bolso en el hombro.
Sin decir nada más, salió de la oficina.
Me dejé caer en la silla y me pasé las manos por el rostro, exhalando un suspiro largo. Tal vez debí haberla preparado mejor, haber insinuado poco a poco lo que realmente implicaba la cláusula en lugar de soltarlo de golpe. Pero al mismo tiempo, no quería engañarla. Solo a través de la verdad podía ganar su confianza…
Me quedé un rato en la oficina, mirando sin ver los documentos esparcidos sobre mi escritorio. Mi mente seguía dándole vueltas a la conversación con Sandra. Tal vez estaba pidiéndole demasiado… pero era la única salida que veía.
O al menos, eso creía.
Tomé mi teléfono y marqué un número que conocía de memoria. Clara tardó en responder, lo suficiente para que pensara que, tal vez, me ignoraría otra vez. Pero finalmente su voz sonó al otro lado de la línea, con su característico tono sarcástico.
—Arthur, queridísimo hermano, ¿Qué sorpresa?
—Necesitamos hablar, Clara.
—Oh, ¿de qué será esta vez? Déjame adivinar… ¿de la fábrica?
Ignoré su tono mordaz y fui directo al punto.
—Quiero comprarte tu parte.
Hubo un breve silencio. Luego, una risa baja, divertida, como si hubiera escuchado el mejor chiste del día.
—¿Comprármela? ¿De verdad crees que voy a vender solo una parte?
—Todo tiene un precio, Clara. Solo dime cuánto quieres.
—Oh, Arthur, ahí está el problema —dijo con dulzura venenosa—. No quiero vender ahora. Esperaré dos años y tendré todo. Luego venderé este peso, sí, pero a mi manera. Y mi manera es subastar la fábrica al mejor postor.
Me pasé una mano por la cara con frustración.
—Clara, esto no es un juego. Es la empresa de nuestra familia. No puedes simplemente venderla a cualquiera.
—¿No puedo? —Su tono se volvió afilado—. Qué interesante. Porque, hasta donde sé, papá dejó claro, si tú no dejas de ser un monje encerrado, la fábrica será mía. Y yo no tengo el mismo apego romántico por este montón de acero y motores que tú.
Apreté la mandíbula. Sabía que discutir con Clara era como golpear un muro de piedra. No cedería solo porque se lo pedía.
—Dime una cifra —dije, con voz tensa.
Ella pareció considerar mi oferta.
—¿Quieres un número? Está bien. Doscientos millones.
El aire pareció volverse denso a mi alrededor.
—Clara, eso es absurdo.
—Es el precio justo, hermanito. Si lo quieres tanto, págalo o encuentra una esposa.
—No hay nadie dispuesto a pagar este precio —solté entre dientes.
—Oh, Arthur… Qué poco confías en el mundo. Hay muchas empresas interesadas en este negocio. Y si no es un comprador, tal vez lo venda por partes. ¿Te imaginas? Toda esta historia de la que te aferras, desmembrada y vendida pieza por pieza. Qué tragedia, ¿verdad?