Sandra
Después de una noche de amor de película —sí, de esas que acaban con dos cuerpos entrelazados, respirando al unísono bajo las sábanas, con promesas no dichas flotando en el aire—, lo que recibí no fue un desayuno con rosas ni una caricia, ni besos.
No.
Lo que recibí fue una acusación formal de incumplimiento de contrato y, de paso, violación a un hombre emocionalmente inestable con historial clínico incierto.
Todo muy romántico, ¿verdad?
Y como soy una persona razonable —una santa, casi—, admití que le di una simple pastilla para el dolor. Pero, en lugar de un “gracias, me salvaste”, lo que escuché fue:
—¿Me drogaste? ¿Me usaste? —gritó Arthur, con el dramatismo de una telenovela barata que ni siquiera nuestra productora quiere hacer.
Sus palabras me cayeron como bofetadas, una tras otra, en cámara lenta. Y entonces respondí, porque hasta la santa más santa tiene un límite:
—¡No! ¡Tú lo empezaste! Me besaste, tú...
—¿No viste que no estaba bien?
—¡No, no lo vi! Parecías completamente funcional —respondí, aunque eso era solo media verdad… o un cuarto, siendo justa.
Porque sí, vale, cuando todo comenzó me llamó Lorena. Un pequeño detalle, nada perturbador. Pero luego se corrigió. Me miró, me tocó, me habló como Arthur, como un hombre consciente, lúcido, deseándome.
¿O fue solo mi deseo lo que vi reflejado en sus ojos?
Para ser honesta, ni yo misma podía recordar con claridad cómo había empezado todo. Él pidió amor, y yo se lo di.
¿Cuál es el crimen? Ser amable, empática… ¿o simplemente disponible? ¿Cuánto tiempo no tuve calor de un hombre?
Pero claro, ahora resulta que yo debía tener un máster en salud mental para diagnosticar su grado de funcionalidad a ojo. Intuir su trauma, leer su historial médico, notar entre beso y beso que no era deseo, sino efecto secundario.
Entonces solté, casi en automático:
—Bueno, si estás tan molesto por darte cuenta de que sucedió algo entre nosotros, que fue más allá del acuerdo firmado, entonces te sugiero que simplemente nos olvidemos de este incidente. Al fin y al cabo, ambos fuimos culpables.
Y ahí, el hombre explotó como si le hubiese dicho que planeaba asesinar a su abuela.
—¿Culpable? ¡No! Fuiste tú quien trajo la gata a la casa y me diste la pastilla que provocó la alteración. ¡Tú! —gritó, como si acabara de resolver un caso policial.
—Está bien, si vamos a jugar a los juicios, podemos divorciarnos —dije, ya harta, sin filtro—. Pero en ese caso, querido, podrías perder tu preciosa fábrica, porque yo no tengo veinte millones debajo del colchón para pagarte.
Me miró como si acabara de informarle que los alienígenas habían invadido la Tierra y su perro hablaba alemán.
—No... eso no es posible —murmuró, como volviendo en sí de una alucinación.
Lo observé en silencio, tratando de entender en qué momento todo esto se volvió tan ridículo.
Hace unas horas me besaba como si fuera su salvación, como si yo fuera la respuesta a todas sus preguntas. Me acariciaba como si el mundo se acabara esa noche. Me hizo pensar —como una idiota— que tal vez nuestro matrimonio falso podía transformarse en algo real.
Y ahora, me mira como si yo fuera su castigo.
¿Cómo se llega de un extremo al otro tan rápido?
Solo se me ocurre una explicación:
Tal vez, después de todo, Arthur no está confundido… Tal vez, realmente, está loco.
Me di la vuelta y caminé hacia mi mitad de la casa, arrastrando los pies como si me pesara todo el cuerpo, pero en realidad era el alma.
¿Por qué tengo tan mala suerte con los hombres?
No es una pregunta retórica. Es una maldición con historial clínico.
El primero fue una joyita: vivió cinco años en mi apartamento como un parásito de lujo. Se comió mi comida, durmió en mis sábanas, gastó mi dinero como si fuera suyo y me usó como si yo fuera una estación de paso cómoda hasta que encontró algo mejor. Cinco años de mi vida y ni un gracias. Ni una disculpa.
Y ahora Arthur.
El segundo en la lista de errores catastróficos.
Arthur, con su carita de mártir, sus traumas cuidadosamente envueltos en sarcasmo y su incapacidad total para distinguir entre realidad y paranoia. Me amó anoche como si fuera su salvación… y horas después me acusó de haberlo drogado, usado, manipulado.
¿Violación? ¿En serio?
La próxima vez debería pedirle consentimiento firmado y grabado, con testigos y huella dactilar. Porque claramente no basta con ser buena, ni con cuidar a alguien. Al final, siempre me convierten en la bruja de la historia.
Nunca debí aceptar este matrimonio ridículo.
Pero lo que más dolía… no era haberme casado con Arthur por conveniencia.
Era su reacción, su desprecio hacia mí.
Que después de lo que compartimos, de lo que hicimos y de cómo me miró en medio de la noche, ni siquiera se dignara a preguntarme qué sentía yo.
Ni una palabra.
Ni un "¿estás bien?", ni un "gracias", ni siquiera un patético intento de conversación.
No. Fue directo al ataque.
A los gritos.
A la paranoia.
A la acusación absurda.
Me detuve un momento, con la mano en el picaporte, como una tonta.
¿Y si se arrepiente?
¿Y si me llama?
¿Y si aparece en la puerta con esos ojos tristes y me dice que lo siente?
¿Y si por un milagro baja la guardia y me abraza como antes?
Sacudí la cabeza con fuerza, casi enojada conmigo misma.
No. Basta.
No quiero saber nada más de Arthur.
Porque alguien que puede pasar del deseo al desprecio en cuestión de segundos, que va de la caricia al juicio sin pestañear, que convierte una noche de vulnerabilidad en un interrogatorio… no es alguien que quiero cerca.
Ni en mi cama, ni en mi vida, ni en mis pensamientos.
Y cerré la puerta de mi habitación con un portazo seco, final, cargado de intención.