Arthur
No entendía qué había hecho para que Sandra reaccionara con tanta furia. Solo quería disculparme, explicarle que fui un idiota… que no supe cómo manejar lo que me estaba pasando. Que estos días —estas noches, en especial— me sentí completamente perdido. Y que ella, sin quererlo, había despertado en mí algo que creía muerto: el deseo de empezar otra vez. Con ella.
Pero no me dio la oportunidad. Ni una palabra. Ni un respiro. Solo ese grito… tan ajeno, tan desgarrado. Luego se encerró en su habitación como si quisiera borrarme de su mundo.
¿Quizás estaba realmente agotada? ¿O simplemente ya no tiene más fuerzas para escucharme?
Y yo… yo elegí el peor momento para acercarme. Como un imbécil, lo primero que hice fue reclamarle: “¿Dónde has estado? ¿Por qué no me llamaste?” Qué estupidez. Como si eso importara más que su bienestar. Como si mis miedos me dieran derecho a invadirla.
Pero no fue simple preocupación. Fue miedo. Puro, paralizante. No pegué un ojo en toda la noche. Su ausencia era un agujero que se hacía más grande con cada hora. La llamé una y otra vez. Nada. Ni un mensaje. Ni una señal. Acabé contactando a un amigo en la comisaría. Me juró que no hubo ningún accidente en el que estuviera su coche. Esa noticia, lejos de tranquilizarme, me dejó más inquieto: entonces, ¿dónde estaba?
Pensé en llamar a su madre. Tenía el número en la pantalla, listo para marcar. Pero me detuve. ¿Y si la alarmaba innecesariamente? ¿Y si al final todo tenía una explicación sencilla? Me tragué la ansiedad y esperé. Esperé como un tonto, sentado en sala, contando los minutos como si fueran migas de cordura.
¿Qué podía hacer? No podía quedarme allí parado, como un idiota, esperando a que ella saliera de su encierro. Así que me fui al hospital. Tenía que felicitar a mi primo, claro. Era lo correcto. Pero no esperaba lo que me iba a decir.
León me recibió con una expresión que no le había visto jamás. Una mezcla de asombro, ternura y algo más difícil de nombrar… como si acabara de ser tocado por lo sagrado. No era el León de siempre: el hombre más sarcástico del mundo, que enfrentaba los problemas con ironía, que disimulaba sus emociones con chistes inteligentes y miradas arrogantes. No. Este era otro. Más callado. Más blando. Más humano.
Nos quedamos en silencio frente al cristal de la sala neonatal. Del otro lado, entre tubos diminutos y un parpadeo constante de luces tenues, su hijo respiraba con dificultad dentro de una incubadora. Era minúsculo, apenas del tamaño de un panecillo tibio. Tenía la piel tan fina y rojiza que parecía no pertenecer aún a este mundo. Frágil como papel mojado. Incompleto. Y sin embargo… tan vivo.
Vi cómo los ojos de León se humedecían sin que él hiciera el menor intento por esconderlo. No desvió la mirada, no se aclaró la garganta, no hizo un chiste para disfrazar la emoción. Simplemente lo miraba. Con una devoción callada, reverente. Como si ese niño, tan pequeño y vulnerable, fuera la respuesta a una pregunta que llevaba años sin saber cómo formular.
—¿Sabes? —murmuró sin apartar la vista—. Nunca pensé que esto me iba a pasar así… de este modo. Que algo tan diminuto pudiera cambiarlo todo.
Su voz sonó baja, ronca, como si hablara más consigo mismo que conmigo.
—Es el bebé más bonito del mundo. No por cómo se ve —aclaró, anticipando cualquier broma que pudiera hacer—, sino porque lo trajo la mujer que amo.
Y entonces se giró hacia mí, con una sonrisa suave, desprovista de orgullo.
—Es hijo del amor, Arthur. Y eso… eso no se puede fabricar. No se alquila. No se negocia.
Me tragó el silencio. Quise decirle algo, cualquier cosa. Pero no pude. Y por primera vez, lo envidié. No solo por el hijo. No solo por la felicidad. Lo envidié por haber encontrado algo tan real que no necesitaba explicarse.
Porque esa frase —tan sencilla, tan contundente— me atravesó como una bala. Lo dijo sin dramatismo, sin necesidad de argumentos. Y, aun así, fue como si me pusiera un espejo delante.
La mujer que amo.
Yo… ¿a quién amo?
No a Lorena. No realmente. Lo que sentí por ella fue pasión, adicción, dependencia, un huracán que me dejó de rodillas. Pero amor… ese amor que se dice con voz baja, con las manos temblorosas frente a una cuna, con la certeza de que nada más importa… ese amor era otra cosa. Otra dimensión.
¿Y Sandra? ¿La amaba?
Todavía no tenía una respuesta clara.
Lo que sabía era… que me gustaba estar con ella. Con Sandra todo era sencillo, sin máscaras, sin exigencias. No intentaba cambiarme ni impresionarme. Podía ser yo mismo, con todos mis defectos a la vista, y ella… no huía.
Me gustaba mirarla, me gustaba su voz, su forma de ocupar el espacio sin pedir permiso. Me excitaba su presencia, sí, sin duda.
Esa noche no quise refugiarme en la ilusión enfermiza que seguía arrastrando con Lorena. No. Quise a Sandra.
Quise su cuerpo, su risa áspera, su mirada dura.
Las imágenes de Sandra desfilaron por mi mente como un caleidoscopio hipnótico: sonriendo apenas, mirándome con severidad, justificándose con torpeza, lanzando un chiste irónico en el momento más inoportuno.
¿Eso era amor verdadero? Pero no supe decírselo ni a ella ni a mí mismo. No supe elegirla a ella frente a mis demonios. Ella me tendió la mano muchas veces, y yo, idiota, me quedé paralizado mirando hacia atrás, buscando a alguien que ya no existía en mi corazón.
Últimamente mi vida había girado alrededor de la fábrica. No solo por la cláusula del testamento. No solo porque era el legado de mi padre. Era mi refugio. Mi única constante cuando todo lo demás se vino abajo.
Cuando Lorena me traicionó, cuando me sentí vacío, roto, sin rumbo… fue en la fábrica donde encontré algo que no me abandonaba. Allí podía trabajar hasta la madrugada, perderme entre cifras, máquinas, decisiones. Nadie me pedía explicaciones, nadie me rompía el alma.