Sandra
Al llegar al trabajo, las náuseas habían disminuido, pero aún me sentía lejos de estar bien. Apenas crucé la puerta de mi oficina, le pedí a mi secretaria que llamara a mi médico y solicitara una cita urgente.
—Está bien, lo llamo de inmediato —respondió, observándome con detenimiento—. En realidad, se te nota en la cara que no tuviste una buena noche.
Luego añadió, con algo de cautela:
—La directora quiere hablar contigo.
—¿Para qué? ¿Alguien cometió un crimen? —pregunté con ironía.
—No lo sé —respondió, encogiéndose de hombros—. No he oído nada raro.
—Está bien, iré a averiguarlo —dije, sin entusiasmo. Luego añadí, mirando hacia la puerta cerrada—: ¿Está mi brillante asistente en su puesto?
—Sí —asintió, señalando con la cabeza—. Llegó hace rato.
—Entonces dile que prepare toda la documentación del caso Vaslav. El juicio es mañana y quiero revisarla una vez más.
—Claro.
Dejé el bolso sobre el escritorio y, con resignación, salí rumbo a la oficina de la directora.
La oficina de la directora era tan sobria como ella: paredes de tonos neutros, muebles minimalistas y ni un solo objeto fuera de lugar. En el centro del escritorio, una figura metálica destacaba entre las carpetas perfectamente alineadas. Una estatuilla con forma abstracta, moderna, brillante… y, sinceramente, bastante fea.
—Pasa, Sandra —dijo la directora sin levantar la vista del informe que tenía en las manos. Su voz era firme, pausada, de esas que no necesitan volumen para imponerse.
Cerró la carpeta, se quitó las gafas y señaló la estatuilla con un gesto casi resignado.
—¿La ves? Me la entregaron este fin de semana en ese programa de televisión que celebra a las “mujeres influyentes” —pronunció las comillas con un dejo de ironía—. Y no es por falsa modestia, pero… ¿no es horrenda?
Esbocé una sonrisa cansada, más por educación que por convicción.
—Bueno… es moderna.
—“Moderna” es la excusa de los mediocres para justificar lo feo —sentenció la directora con elegancia, girando ligeramente la figura con la punta de un dedo—. Antes, la belleza era un estándar. Se aspiraba a ella. Ahora, cualquiera pega tres hierros oxidados y le llaman arte. Y lo peor es que todos aplauden como focas amaestradas.
Me acomodé en la silla frente a ella, sintiéndome un poco más ligera por esa sinceridad inesperada. Había algo tranquilizador en escuchar a alguien decir en voz alta lo que otros solo pensaban.
—¿Y el programa?
—Un circo —respondió con desdén contenido—. Cámaras por todas partes, presentadores que creen que gritar es lo mismo que tener carisma… y un público tan impresionable que hubiera aplaudido, aunque me tropezara subiendo al escenario. —Hizo una pausa—. Pero bueno, una tiene que jugar el juego de vez en cuando, ¿no?
Luego me miró más de cerca.
—Estás pálida. ¿Dormiste algo anoche?
—No mucho —admití—. Ayer cené en casa de mis padres y algo me sentó mal.
La directora entrecerró los ojos, pero no insistió. En lugar de eso, se inclinó hacia atrás, cruzó las manos sobre el escritorio y dijo:
—No te preocupes. No te llamé para regañarte. Solo quería hablar un momento, antes de que el día se nos trague por completo.
La directora se levantó de su silla y caminó hacia la ventana, desde donde se veía la ciudad todavía adormecida bajo una luz plomiza. Se cruzó de brazos y habló sin volverse.
—Estoy considerando una idea. Algo grande. Algo con impacto. Quieren que produzcamos un reality al estilo Último Superviviente, pero más crudo. Más real. Personas comunes enfrentando desafíos extremos, en entornos naturales… o no tan naturales.
Frunció el ceño, lentamente.
—¿Otro reality? —dije con tono neutro, casi estudiado—. ¿Con qué objetivo?
—Con el mismo de siempre: que la gente no pueda dejar de mirar tonterías. —La directora se giró por fin, apoyando la cadera en el alféizar—. Pero esta vez con un enfoque más psicológico, más humano. Quieren que exploremos el límite entre la supervivencia física y emocional. Los participantes serán exparejas.
Me tomé un momento antes de contestar. Sabía que esa pausa no solo mostraba prudencia, sino también respeto por la pregunta.
—La gente ama ver hasta dónde puede llegar el ser humano cuando se lo lleva al límite.
Ella volvió, se acomodó en su sillón como una reina moderna: impecable, sobria, con ese modo de mirar que atraviesa la piel y va directo a la utilidad de uno. La estatuilla aún brillaba a su lado como un mal chiste.
Se inclinó hacia mí.
—¿Qué piensas?
—Ana Rosa, no sé qué decir —respondí con cautela, sabiendo de antemano que no podía expresar lo que realmente pensaba sobre este tipo de espectáculos—. No soy la directora creativa, no sé mucho sobre los formatos de supervivencia. No conozco bien el género.
La directora asintió lentamente.
—Por eso quería preguntarte a ti primero.
Suspiré.
—Pero... desde el punto de vista jurídico, es un infierno. Permisos ambientales, protocolos médicos, seguros, cláusulas especiales por daños físicos y morales, la locura de las reclamaciones en postproducción… Y después están los participantes. Se apuntan creyendo que todo es “una aventura hecha a medida”, pero al segundo día se quiebran, se quejan, acusan, amenazan con demandas. Y si una cámara estaba encendida en el momento equivocado, ya estaríamos en juicios por derechos de imagen, privacidad o manipulación emocional. Y ni hablar si son parejas rotas. Es una locura.
La directora esbozó una sonrisa irónica.
—Entonces, ¿es una locura?
—Es televisión. Claro que es una locura —me encogí de hombros, aunque mi voz sonaba profesional, templada—. Pero si se hace bien, con buenos contratos y un equipo legal sólido, puede funcionar. Solo que necesitamos controlar mejor a quienes entran, más allá de los castings por carisma o popularidad. Un examen psicológico serio, algo riguroso. Consultas con nutricionistas, médicos, entrenadores. Si no, nos explotará en la cara antes del tercer episodio.