Sandra
El estrado estaba lleno de papeles y, sin embargo, mi mente estaba en otra parte. El juez leía en voz alta partes del contrato entre Vaslav y su exmánager, como si cada cláusula tuviera peso de sentencia. Pero yo apenas escuchaba. Tomaba notas mecánicas, asentía en los momentos correctos, y respondía con claridad profesional cuando el juez o el abogado contrario me dirigían la palabra. Lo había hecho tantas veces que el cuerpo seguía funcionando, aunque la cabeza estuviera… en otra sala, en otra casa, frente a otro juicio.
Arthur.
Desayuno.
La carta.
No la había leído. No porque no me interesara, sino porque… no la vi. No supe que existía. Y ahora, con la cabeza despejada, podía recordarlo: ese sobre blanco que recogí por accidente del suelo, que metí sin mirar entre la carpeta de contratos… Lo había enterrado. Literalmente. Entre demandas, cláusulas, condiciones, formatos. Una carta entre papeles urgentes. Qué irónico.
"…incumplimiento grave del punto 7.2 del contrato, en lo referente a exclusividad artística." —la voz del juez me devolvió al presente.
Miré a Vaslav, sentado frente al juez con ese aire de estrella apagada. Carismático, guapo, el prototipo perfecto del héroe de telenovela que una vez fue, ahora parecía solo una sombra deslavada de sí mismo. Se notaba nervioso, agotado, como si por primera vez en su vida el guion no estuviera en sus manos.
Y claro, lo estaba. Preocupado.
Como tantos jóvenes artistas desesperados por una oportunidad, Vaslav había firmado su primer contrato sin leer la letra pequeña. Todo por conseguir un papel —que, para colmo, ni siquiera era protagónico— en una película modesta. Pero su talento hizo lo que el contrato no prometía: lo llevó al éxito.
Lo que no vio en aquel entonces, o prefirió ignorar, era que ese contrato era una trampa. Una jaula dorada. El precio del éxito había sido entregarse casi por completo a un representante que, con astucia legal y cláusulas cuidadosamente camufladas, se convirtió en dueño de su imagen, de sus ingresos, de sus decisiones profesionales.
Durante un tiempo, Vaslav lo aceptó. Calló. Trabajó.
Hasta que no pudo más.
Quiso liberarse. Rompió con su mánager. Y entonces llegó la factura: una demanda que exigía una suma ridícula, amparada en cláusulas de penalización por incumplimiento. Una sangría económica disfrazada de justicia contractual.
No era ni el primero ni sería el último al que un representante exprimía como a una mina de oro. Pero hoy le tocaba a él sentarse frente a los abogados y enfrentar la consecuencia de haber cambiado talento por obediencia ciega.
No era tan diferente a lo mío, pensé de pronto.
Yo también había firmado un contrato sin leer entre líneas. Un contrato de matrimonio que, aunque conocía palabra por palabra, no había entendido de verdad hasta que fue demasiado tarde. Lo que estaba en juego ya no era una cláusula financiera. Era un ser vivo. Mi hijo. Mi cuerpo. Mi derecho a decidir.
Y Arthur... ¿qué habría escrito en esa carta?
¿Una disculpa? ¿Una promesa? ¿Un nuevo intento de seducción emocional con café humeante y palabras dulces?
-¿Tiene algo más que agregar, doctora? —preguntó el juez.
—Sí, su señoría —respondí, con voz firme, y empecé a enumerar los incumplimientos del contrato como si mi propia vida dependiera de esa claridad. - No voy a negar que mi representado, el señor Vaslav Kuznetsov, firmó un contrato con el demandante. Tampoco negaré que ese documento contenía cláusulas vinculantes. Lo que estamos cuestionando hoy no es la existencia del contrato, sino la naturaleza de su ejecución y las condiciones en las que fue establecido.
Mi cliente era, en aquel momento, un joven sin experiencia, sin poder de negociación real, y sin asesoría jurídica alguna. Firmó por necesidad, no por convicción. A cambio de una oportunidad limitada —ni siquiera protagónica— cedió derechos de imagen, participación en beneficios y autonomía creativa durante una cantidad de años desproporcionada. Se trató, claramente, de un contrato de adhesión, desequilibrado en obligaciones y beneficios. Una relación contractual que, si bien formalmente válida, roza los límites de lo que el derecho considera ius cogens en materia de libertad contractual.
Ahora bien, cuando el éxito del señor Kuznetsov se volvió evidente —éxito que fue fruto de su esfuerzo y talento personal, no del acompañamiento ni la inversión sostenida del representante—, lo que debería haberse renegociado, se convirtió en una amenaza económica. En lugar de acompañarlo, el demandante optó por sujetarlo con penalizaciones abusivas, con cláusulas de rescisión desproporcionadas y, lo más grave, con un lenguaje contractual que pretendía convertir una relación profesional en un vínculo de dependencia perpetua.
¿Estamos aquí para defender la validez de un contrato o para hacer justicia?
Porque si el derecho se reduce a una literalidad sin contexto, entonces todos estamos a una firma de hipotecar nuestra dignidad.
Señoría, no pido impunidad. Pido equilibrio. Y humanidad.
El contrato que hoy nos ocupa no fue una herramienta de colaboración, sino un instrumento de captura.
Y quienes hemos firmado alguna vez creyendo que eso bastaba para protegernos, sabemos que hay contratos que pueden encerrar cuerpos… pero no corazones.
Gracias.
Mientras hablaba, mientras construía el argumento final contra el ex manager de Vaslav con toda la elegancia legal que me quedaba, mi mente hacía otro juicio paralelo. Uno donde yo era juez, parte y testigo, y donde la evidencia era una carta sin leer.
Arthur me había mirado esta mañana como si esperara algo. Como si contara con una redención. Y yo… lo había cortado con esa frialdad quirúrgica que uso cuando no puedo permitirme el lujo de sentir.