Conocí a un chico, durante el último curso de secundaria. Lamentablemente muchos alumnos de diferentes grupos fueron cambiados de salón. Del grupo al que pertenecía, fui la desafortunada.
Cuando le comenté a mi mejor amiga, de inmediato pidió su cambio para estar conmigo, el primer acto de lealtad que había experimentado en años.
Nunca se lo dije, pero agradecí mucho aquel gesto.
En aquel entonces me costaba adaptarme a los cambios, a los nuevos ambientes, y tenerla de apoyo era tranquilizador.
La primera vez que lo vi, fue en el inicio de clases. A pesar de haber cursado dos años en la misma escuela, jamás había tenido la fortuna de toparme con él por los pasillos.
Bueno, claro estaba que tampoco era de lo más sociable. Me sentía cómoda estando rodeada de caras familiares, en el mismo lugar día tras día. Caminar de un lado a otro no era lo mío, prefería estar sentada en alguna banca del patio con mi reducido grupo de compañeros para el almuerzo.
En mi zona de confort.
Aquel día opté por sentarme en el fondo, para no sentir la presión de ser el primero en la fila. A mi lado, mi mejor amiga se apañó un sitio para estar cerca de mí.
Con un vistazo rápido al grupo pude identificar a varios rostros conocidos, algunos de mi antiguo instituto, otros tantos con los cuales había tenido la fortuna de coincidir en algún punto con ellos.
Sin embargo, él era al único que jamás había visto.
Llamó mi atención el hecho de que estuviera sentado con un aire despreocupado, relajado en su pupitre, con las piernas estiradas sobre la banca de frente, apoyando su cabeza sobre una mano.
Lucía bastante tranquilo, algo aburrido y totalmente ajeno ante aquella situación. Me resultaba inquietante su calma, el que no mostrara interés alguno ante el cambio de grupo al que se vio sometido y tener que convivir con personas extrañas. Totalmente indiferente.
Sentí una pizca de envidia; deseaba estar tan tranquila como él, esperando lo que fuera a llegar. Pero, en cambio, los nervios me estaban consumiendo. Tenía una presión intensa en el pecho y un impulso abrumador por llorar que me quemaba la garganta.
Todas las personas a mi alrededor eran extrañas. Incluso con las pocas que tuve contacto muchos años atrás, pues estaba segura de que se habían olvidado de mí.
Todos y cada uno de ellos eran desconocidos, una amenaza inminente, todos, excepto Rayna, mi mejor amiga.
Con el tiempo, fui consciente de que había momentos en los que me le quedaba viendo durante las clases, como si fuera una acosadora loca.
Esperaba que mi patética situación pasará desapercibida ante las miradas curiosas que me pudieran observar, realmente pensaba que nadie se daría cuenta, pero eso no fue así, al menos no para ella.
Las primeras semanas de clases habían transcurrido sin percances. Él estaba lejos de mí, y yo me sentía cómoda con la idea de mantener nuestra distancia.
Por mucho que deseara acercarme, eso era por muy lejos algo que haría. Sin duda esperaría a que el mundo fuese llevado a la ruina, a tener que iniciar conversación con él.
«¿Qué pensaría de mí? ¿Y si rechazaba mi acercamiento? ¿Si era insoportable como amigo y cuando lo conociera toda aquella emoción se fuera por el caño?»
Era cierto que desde un inicio lo idealicé como no tenía ni idea, y viví bajo eso por mucho tiempo.
En realidad, no puedo recordar cómo fue que hablamos por primera vez, quién se acercó primero a quién y quién dijo qué.
Pero de algo estoy segura, de que no fui yo quien lo hizo.
Sin embargo, tengo el vago recuerdo de que todo empezó gracias a un libro que llevaba a la escuela en ese entonces. Había desarrollado un amor por la lectura un año atrás, justo antes de conocer a Rayna, y fue ese mismo amor por los libros lo que nos acercó, o, mejor dicho, lo que la acercó.
Las primeras veces siempre fueron difíciles para mí. Acercarme a alguien y entablar una conversación era algo complicado, algo que venía siendo así desde que tenía memoria.
Nunca supe cómo reaccionar ante la avalancha de preguntas con las que me solían bombardear. Mi naturaleza callada y reservada despertaba cierta intriga en las personas que me rodeaban, atrayéndolas como imanes, personas que por lo general quería repeler a toda costa.
El bullicio y la agitación de la gente me causaba una gran ansiedad, un nudo se formaba en la garganta, que raspaba de maneras dolorosas hasta el punto de hacerme llorar, para después ser recibida por un dolor en el estómago.
En aquel entonces, mi grupo de amigos se deshizo cuando nos cambiaron de asientos.
Aquello me dejó sola y aislada de las personas a las que le tenía cierta confianza, exacerbando mis miedos e inseguridades, sintiéndome cada vez más fuera de lugar.
Tener que atravesar todo el salón solo para una charla en la que generalmente era ignorada, bueno, no era lo mío.
Ya no encajaba en ese grupito; mis supuestos amigos me habían dejado a un lado. Fue así que me refugié en la lectura, convirtiéndola en mi escape y salvación.
Rayna se había acercado sigilosamente para preguntarme por lo que leía tan absorta en mi móvil.
Mi primera impresión fue que quería burlarse de mí, y no la culpaba. Era algo a lo que estaba acostumbrada, gente mal intencionada que se acercaba solo para molestar. A pesar de ello, no pude evitar que el temor me inundara y respondí con nerviosismo:
—Es un libro de moda, “The hunger games”. ¿Lo conoces? —Me miró brevemente, irradiando una presencia única y seguridad en sí misma.
Era ligeramente más baja que yo y bastante delgada, de tez apiñonada que resaltaba sus encantadoras facciones. Dejaba caer sobre sus hombros sus largos cabellos negros, ondulados, mientras unas gafas rectangulares detonaban aquel aspecto serio tan característico. Mientras me miraba con aquellos ojos avellana, llenos de cautela, expectante, como si mi cuerpo le diera más respuestas de las que mi boca le podía dar.