Fue difícil superar la ira que aún era palpable tras un par de días. Me sentía humillada de mil maneras y nada de lo que hiciera o dijera ayudaba a disminuirlo.
Era fácil para ella o quizá para todos los adultos pretender que nada paso. Que los golpes a tiempo son justificados. Como si corrigieran una mala acción con un periodicazo en el hocico. Tenían la idea incorrecta de que eso era educar.
¿Pero alguien podía decirles algo?
No puedes luchar solo contra años y años de seguir los pasos de sus antepasados. Era la solución, era lo correcto, porque así se hacía antes, porque así los educaron a ellos y míralos, no crecieron siendo malas personas, (personas adultas con poca tolerancia al error que creía que el castigo físico era la solución.)
Sin embargo, pelear aquello era una batalla perdida, una derrota segura, una negativa de respuesta. Así que concentré todas mis energías en guardarle rencor.
Porque fue la única forma de no reventar en un caos.
«Tengo razón en odiarla.»Me quería justificar.
Pero nada de lo que pudiera llegarme hacer era justificable, la parte razonable de mí me decía que había personas peores, personas que sufrían todo tipo de daños y crueldades por sus padres mucho más significativas, pero que ellos no se quejaban, que soportan, que resistían, que no se rendían.
Odiaba el sentimiento de debilidad que me generaba, odiaba sentirme sola, patética y sobre todo vulnerable.
Ojalá alguien me hubiera explicado con ternura, gentileza y mucha paciencia que todo esto que sentía sí que era justificable, pero no del modo que creía, que realmente no era tan débil como lo pensaba.
Me sumergí de lleno en la tristeza, en lagunas llenas de depresión, ríos de auto desprecio.
En ese momento no era consciente de porque todo aquello se estaba volviendo tan duro. Quizá había llegado a mi límite, posiblemente todo era debido a la etapa de cambios drásticos por la que estaba pasando.
Durante la adolescencia, los jóvenes experimentan una amplia gama de cambios emocionales, que incluyen momentos de felicidad, euforia, entusiasmo, tristeza, enojo e irritabilidad.
Estas emociones intensas pueden verse influenciadas por cambios hormonales y desafíos en la búsqueda de una identidad. A veces los adultos tienden a minimizar aquello, cuando simplemente deberían ser más empáticos.
Todos fueron un adolescente con problemas, más o menos, da igual. Sin embargo, deberían apoyarlos, no minimizar sus emociones. Al contrario, enseñarles a gestionar sus emociones, fomentar un ambiente de comunicación abierta y sin juicios—donde se sientan cómodos para expresar sus emociones y preocupaciones— enseñarles la importancia de ser empáticos y compasivos con los demás.
Quizá si algún adulto se hubiera acercado a mí con aquellas herramientas, otra cosa pudo ser, hubiera enfrentado mis más profundos miedos.
Posiblemente, todo hubiera quedado en pensamientos autodestructivos, quizá no me hubiera visto envuelta en todas las cosas que hice creyendo que era una forma de superarlo. No le hubiera guardado rencor a nadie, ni a mí misma.
Claro está que una persona no puede mejorar por muchas herramientas que le brindes si no está en ella querer mejorar.
Lamentablemente, para mí, me encontraba en un punto de inflexión, o puede ser que estaba mucho más allá.
Los sólidos muros que con ahínco me dediqué en mi infancia a construir, se estaban desmoronando.
Poco a poco...
Debí darme cuenta cuando todo inicio, cuando todo giraba en torno a una sensación, a un miedo.
Debí darme cuenta con la llegada de una adorable criatura, con un cuerpo regordete y unos encantadores rizos que enmarcaban su tierna carita.
Sus ojos vivaces brillaban con curiosidad y asombro, observando todo a su alrededor con gran asombro. Era imposible que su presencia no despertara una profunda sensación de ternura a quienes la veían.
Quería abrazarla y protegerla de todo el mal que había ahí fuera. De todas aquellas personas mal intencionadas, con repugnantes pensamientos.
Cuando mi hermana estaba en su etapa de gestación. Mi sola presencia se volvió algo de lo más desagradable para ella. Aunque en sí ya tenía un carácter lo más insoportable.
Sentía una inmensa curiosidad como su vientre había crecido, y una fuerte atracción por quererla tocar me invadía. Sin embargo, siempre se alejaba cuando intentaba acercarme, permitiendo que otros lo hicieran, pero a mí me lo negaba. A menos que estuviera muy de buenas.
Pudo haber sido debido a los extraños cambios de humor que las hormonas por el embarazo le generaban.
Pero no podía pensar que su rechazo era algo personal, aun así, decidí mantenerlo en silencio, como siempre lo hacía.
Guarde todas esas emociones y sentimientos para mí, sin expresar lo que realmente sentía.
—¡Mira lo que tu perro ha hecho! —gruñó, mientras caminaba con su abultado vientre hacia el patio, señalando el desorden que mi pequeño había creado.
—Ahorita lo levantó —conteste mientras mandaba un mensaje con rapidez.
—¡Hazlo ahora! —ordenó.
Quería evitar discusiones, pero era una persona con la cual no se podía razonar a corto plazo.
Llevaba sus rizos atados en un moño alto, con uno que otro libre que cubría su frente. Sus ojos iguales a los míos me miraban con desesperación, con desaprobación, molesta.
¡Molesta de verdad!
Llevaba puesto un vestido maternal de cuadros y unas pantuflas de gatitos. Todo su aspecto era pulcro.
—¡Ahorita! —insistí dejándome llevar por la molestia que me generaba el que me mandara.
Pero mi nula respuesta ante sus demandas le bastó para que su cuerpo inundado de hormonas se pusiera de un humor aún más infernal.
Sin previo aviso sujeto un trozo de manguera que el perro había hecho añicos y lo agito en dirección al indefenso animalito, golpeándolo.
La piel se me erizó ante tal acto que estaba presenciando.