Permanecimos abrazadas por bastante tiempo; dos corazones heridos se encontraron en ese momento. Dos almas completamente rotas y destruidas, luchando por encontrar la valentía y sobrevivir.
En ese instante, más que nunca, me di cuenta cuán vulnerable era. Llorando, mostrando mi fragilidad, pensando con egoísmo que nadie más sufría. Pero ahí estaba ella, soportando todo el dolor que se acumulaba en su interior, ofreciendo una sonrisa cuando tal vez lo único que quería era llorar.
Era probable que ella también hubiera construido grandes muros para no derrumbarse a la primera señal de debilidad, para no rendirse. Tal vez por eso se sumergía de lleno en sus estudios, tal vez por eso se esforzaba al máximo. Posiblemente, la única forma en que su mente dejaba de atormentarla era manteniéndose ocupada.
No hicimos nada más que tratar de curar nuestras heridas con ese gesto. Era como si ella quisiera entrar a mi mente y sacar todos esos pensamientos negativos que me ahogaban. Por otro lado, quería sanarla de la misma manera en que ella me sanaba a mí.
—Te amo—susurré.
Un cosquilleo se arremolinó en mis entrañas al pronunciar esa palabra, ya que no era una palabra vacía, ni hueca como las que le había dedicado a mis amantes.
Eran palabras llenas de color, como una medicina que curaba sus males. Un sentimiento genuino.
—Te amo —susurró de vuelta, aferrándose con más fuerza a mi cuerpo.
Tras aquello, pasé unas semanas bastante intranquilas. No sabía qué hacer con la información que ahora tenía, con los pensamientos que se arremolinaban en mi mente.
No era como si pudiera hacer algo para cambiarlo, no podía volver el tiempo y de alguna manera salvarle de pasar por ello.
Si algún extraño me diera la opción de regresar en el tiempo, pero solo puedo cambiar el destino de alguien; entre el mío y el de ella, siempre la elegiría a ella. Aun cuando eso significara que mi futuro fuese más tortuoso y doloroso.
Sin embargo, de algo estaba completamente segura: me aseguraría de que no sufriera otra vez.
Estaría allí para ella cuando me necesitara, para mantenerla de pie, para sostenerla, abrazarla y recordarle lo valiente y fuerte es.
Me permití amarla y le permití amarme de igual manera.
Regresaba a casa todos los días exhausta, agotada de intentar aparentar que estaba bien cuando no lo estaba. Cansada de sonreír y reír.
En lo único que pensaba, era en tirarme en la cama cuando llegara del colegio, dormir todo el día y olvidarme de todos los malos momentos que me había experimentado.
Comencé a minimizar mis problemas, dejando de darles importancia a todos esos malestares, porque lo único que importaba era ser fuerte para los demás.
Lo que me pasara a mí era insignificante en comparación con lo que cualquiera a mi alrededor podría estar sufriendo.
Mi constante represión estaba comenzando a pasar factura. Pronto, estar con gente extraña se volvió insoportable, el mantener conversaciones triviales, salir de casa, realizar alguna actividad en grupos, realizar actividades físicas, todo comenzó a pesarme. Un dolor en el pecho se instaló y con la mínima señal que mi mente consideraba como un problema, este se volvía insoportable.
Me costaba respirar con normalidad, sofocándome y, para calmarlo, mi cuerpo se adormecía poco en poco, comenzando por los dedos de las manos, los brazos, las piernas y finalmente un sueño muy pesado me vencía.
Mi cerebro se dormía.
Visitar la casa de Rayna se había vuelto todo un reto para mí. Convivir con más gente fuera de mi propia familia requería más energía de la que era capaz de gestionar.
Su círculo familiar era muy alegre y con temas de todo para conversar, era todo lo que no podía soportar gracias a mis nulas habilidades sociales.
Cuando acudí a su casa las primeras veces, había sido algo de lo más fácil y sencillo, pero se volvía cada vez más complicado conforme mis síntomas comenzaron a suponer un problema en mi desarrollo social.
Fue cuando entre a conocer a sus abuelos que una sensación de querer huir de ahí me invadió. Entre a su núcleo familiar con timidez, con pasos cortos, con una punzada constante en el pecho, los nervios de punta que me hacían sudar las manos y un nudo en la garganta que me asfixiaba.
—Saluda. —Me regaño al entrar en la sala y quedarme parada como una estatua frente a todas esas miradas fijas en mí.
Como pude, logré recuperar mi voz para formular un tímido “Buenas tardes”, mientras me deslizaba a la orilla de la habitación para no estorbar ni llamar la atención.
Cada vez que extendía mi mano para sujetar las manos extrañas de las personas en el lugar, a las que Rayna se esforzaba por presentarme como algún tío, tía o primo, su toque encendía todas las alertas de peligro en mi cuerpo. Aquellas alertas que habían disminuido casi por completo, en ese momento, estaban más altas que nunca.
Las ganas de salir corriendo me invadían.
Me mantuve quieta y muy callada, solo contestando con monosílabos una que otra pregunta, buscando la mirada de Rayna entre la abarrotada casa y esperando que viniera buscarme, que me tomara la mano y me consolara, que me dijera que todo estaba bien mientras me dedicaba una sonrisa reconfortante.
Pero era egoísta de mi parte, pedir que estuviera conmigo en todo momento solo porque yo estaba teniendo un ataque de pánico. No podía hacer eso, además, era su familia.
No me pasaría nada mientras ella estuviera conmigo, ¿No?
Me obligué a mantener la calma. Pero llegando a mi casa, lloré desconsoladamente en silencio, maldiciéndome por el miedo que sentí, por las ganas de querer salir corriendo ante el mínimo indicio de que algo andaba mal.
Me acribillé una y otra vez: «Basura, tonta, cobarde.»
Cuando volví a acudir a su casa, con los nervios más controlados y sin la sensación de que iba a explotar, sintiéndome más en confianza. Observaba a Rayna en la cocina, preparando la comida mientras me contaba algunas historias.