A la mañana siguiente de la pelea, la escuela se encontraba envuelta en colores y olores tradicionales por el Día de Muertos. Una oleada de nostalgia me invadió, las flores de cempasúchil decoraban la mayoría de los salones en senderos llamativos hacia los altares que había dentro.
La competencia estaba reñida. Como todos los años, en todas las escuelas, los alumnos sacaban su lado más competitivo y creativo para hacer ofrendas tradicionales, las cuales concursaban en la institución por ser la mejor.
Con las prisas, casi choco con un catrín que llevaba lentillas blancas y un buen maquillaje sobre su rostro, un traje negro pulcro, con un sombrero de copa y una flor de cempasúchil en el bolsillo de manera decorativa. Verlo me recordó el dichoso concurso de disfraces que se presentaría al final del día en la explanada.
«Será una pelea reñida»me dije y continúe rumbo al salón. De camino, no me encontré con ningún compañero. No sabía si eso era bueno o malo.
Me moleste por el retraso que llevaba, ya que debía estar decorando junto a ellos, dado que nuestro salón también se veía forzado a participar en el concurso de ofrendas. No por nada cargaba con un par de calaveras de chocolate.
Apresure el paso, entrando de golpe al salón, un par de compañeros estaban apresuradamente colocando todo sobre el escritorio. Cubriéndolos con un par de manteles blancos para posteriormente ir colocando los retratos de revolucionarios.
Mientras el resto discutía que colocar, arranque uno por uno de los pétalos de las flores de cempasúchil. Embriagándome con su intenso aroma herbal, ligeramente terroso.
Tenía algo que me hipnotizaba, me atraía como una mariposa y me embelesaba con su radiante belleza, sus pétalos naranjas con toques amarillos, superpuestos dándole la apariencia de un pompón esponjoso.
Como toda niña curiosa, desde pequeña me había generado intriga el simbolismo de dicha flor. Cautivada por su singular color y el contraste que formaban estas sobre las mesas atiborradas de comida, era parte del significado espiritual de todo ello.
Me gustaba pensar que era una de esas delicadas flores, que florecía después de los días lluviosos, que sin importar a qué desafíos o problemas me enfrentara, al final, florecería.
Tenía la costumbre de imaginar que me guiarían a un destino mejor, como lo hacían con las almas a las que ayudaban a encontrar el camino de regreso a casa.
Tal vez estas no me guiarán a casa, sino a un futuro mejor, donde no tendría miedos, donde mi posado no importara, donde fuera amada y, por supuesto, feliz.
Me sacudí las manos para comenzar a esparcir los pétalos entre los platillos que decoraban las mesas. Habían colocado calaveras de chocolate, así como comida como mole, tamales, dulce de calabaza, camote, café de olla, mandarinas, tejocotes, caña de azúcar y los característicos panes de muerto.
Sobre el suelo, ayudé a realizar un tapete de aserrín en forma de cruz, bordeado con más pétalos de cempasúchil. Colocamos papel picado en el borde de las mesas y algunos más pegados en la pared. Por último, no podían faltar las flores de terciopelo, cuyos tonos morados embellecían el lugar, por más lúgubre que pareciera.
Una vez satisfechos con el resultado, comenzamos a encender el copal. Su fuerte aroma picaba la nariz y la garganta, y al mismo tiempo te limpiaba de manera espiritual.
«¡Día de Muertos, siempre magnífico!».
Una vez terminado todo, esperé impaciente la llegada de Clara. Tamara y Belle se enfrascaron en una pelea respecto al maquillaje, como era su costumbre.
Aturdida por todos los diferentes estímulos del día, me vi envuelta en sus planes, los cuales consistían en pintar sus rostros para formar parte del concurso de disfraces. Mi antipatía hacia el uso del maquillaje solo me llevó a una discusión sobre por qué no quería que me tocaran con sus cosas ni que me forzaran a usarlo.
El maquillaje no era lo mío, no desde que experimenté con las pinturas de mi hermana y quedé como un horrible payaso, lo que solo incrementó mi miedo a esos personajes.
Ir por las calles con el rostro pintarrajeado no era algo cómodo de imaginarme, no cuando la gente podría burlarse de él o de la forma mal ejecutada. La época de las donitas espolvoreadas había terminado. No quería ser la burla de nadie por traerlas de vuelta.
Eso solo era la punta del iceberg. El sentir el sudor sobre una plasta de maquillaje que terminaría embadurnada por mi descuido era una idea totalmente distinta a la diversión como lo querían hacer ver las chicas.
Me vi obligada a rechazar cada una de sus miles de ofertas, dedicándome solo a observarlas desde la comodidad de mi banca.
Cuando Belle se dedicó a delinear las clavículas de Tamara con aquella pasta blanquecina, Clara entró al salón, tan bella y deslumbrante como siempre. Sin dudarlo, me lancé a su encuentro, sobresaltando a las chicas.
Clara se congeló cuando la rodeé con mis brazos para apretarla a mí en un fuerte abrazo, aspirando de manera discreta el aroma dulce que emanaba, en contraste con el aroma a muerte que inundaba el salón.
Una sensación de déjà vu me invadió al recordar a la otra persona a quien algún día hice lo mismo:«Mina».
—¿Te encuentras bien? —susurré en su oído—. Ayer estuve ahí, pero con el caos ya no pude preguntar.
Clara se rió como de costumbre, bajito y delicado.
Me sentí decepcionada por aquello, quería que volviera a ser aguerrida como el día anterior; sin embargo, lo acepté. La acepté.
Logré apartarme de ella para darle su espacio, un poco avergonzada por mi arrebato.
—¡Ay, sí! Estoy muy bien. Me llevé una mordida en la mano, pero nada que una vacuna contra la rabia no solucione —bromeó.
La evalué con los ojos para cerciorarme de que lo que decía fuera cierto, y en efecto, ella estaba más que perfecta.
Aunque tenía un ligero rasguño en el pómulo, al deslizar mis manos sobre las de ella, noté que lo peor se lo habían llevado sus nudillos. Unos moretones se formaban en ellos.