Comprada por el príncipe

Capítulo 3

(Gregor)

Alexor me dedicó otra mirada fulminante, imitando muy bien las que hacía nuestro padre cuando se enfurecía. En casos así era imposible negar la similitud entre el rey Esteldor Autumnbow y su primogénito, aunque, al girar mi atención y ver el ceño fruncido de mi gemelo, me di cuenta de que posiblemente se trataba de un rasgo que compartíamos los cuatro.

—Relájense, ya ven que no es tan malo —dije haciendo una seña hacia el salón—. En muchos aspectos, tiene mejor pinta que la taberna a la que normalmente vamos.

El salón estaba dividido en dos secciones, una con mesas para apostar y otra con mesas exclusivamente para beber, seguro para aquellos que ya se hubieran cansado del juego o quisieran consolarse de sus pérdidas con un trago. Había bastante movimiento, pero aquello no era de sorprender considerando la hora.

—El aspecto del lugar es irrelevante, Gregor. Deberíamos estar en el baile de los Durand —me recordó Alexor en tono de reproche—. No aquí tratando de remediar tu profunda estupidez.

—¿Cómo pudiste perder la daga de papá? Hay límites que no se cruzan —me amonestó Connor, mi gemelo.

—Yo no la perdí. Se la tuve que ceder temporalmente a Freddy y el muy canalla la perdió en una de estas mesas de juego —me defendí.

—Apostaste contra Fred, perdiste y luego él hizo exactamente lo mismo en este lugar —aclaró Alexor—. Los dos son un par de zopencos, solo que en tu caso es peor, pues tu sabías el valor de esa daga. Para Fred era cualquier cosa; aún pienso que es un absoluto bobo, pero esta vez debo admitir que la culpa es solo tuya.

Mis hermanos y yo recibimos al nacer una daga grabada con nuestras iniciales, mandada a hacer de forma especial por el rey de Encenard, nuestro padre. A pesar de tener todos los lujos y riquezas imaginables, esas dagas eran lo más preciado para nosotros, eran como un vínculo entre los tres y nuestro padre. Las cuidábamos como pocas cosas. Solo que, durante una desenfrenada borrachera, la aposté a mi amigo Freddy Logan mientras discutíamos sobre la distancia que separaba la capital de la frontera. Yo recordaba que eran 93 kilómetros, Freddy insistía en que eran 87; resultó que Freddy tenía la razón y yo estaba equivocado, así que no me quedó más remedio que darle la daga. En un principio, guardé silencio para no alarmar a mis hermanos. Tardé un par de días en encontrar una forma de persuadir a Freddy de devolvérmela, pero, cuando lo hice, me enteré que él ya también la había perdido en este salón de juegos. Así que no me quedó más remedio que confesar mi imprudencia y pedir ayuda a mis hermanos. Ellos se rehusaron, dispuestos a dejarme enfrentar la furia de nuestro padre solo, por lo que tuve que mentirles diciendo que iríamos la baile de los Durand mientras que discretamente le di instrucciones al cochero de traernos aquí.

—¡Fred la perdió de peor forma! Dejó que cayera en manos de extraños. ¿Cómo es eso mi culpa? —exclamé indignado.

—¡Porque tú fuiste el primero en apostarla! Nada de esto habría pasado sino fueras tan testarudo —me regañó Alexor.

—O supieras de distancias —musitó Connor discretamente. 

—Dejemos de perder el tiempo buscando culpables —sugerí—. Aquello no nos llevará a ninguna parte. Mejor busquemos una solución.

—Busquemos suena a muchos, busca una solución —dijo Alexor—, y date prisa, que debemos llegar al baile antes de que la gente comience a preguntar por nosotros.

—Nadie notará nuestra ausencia —dije poniendo los ojos en blanco.

—Sí, claro, al fin que solo somos los príncipes del reino, no es que seamos de relevancia —dijo Alexor sardónico.

Alguien rompió a carcajadas en una de las mesas, el lugar estaba atestado y la gente parecía estárselo pasando bien; todos excepto nosotros, claro.

—Pediré un trago mientras arreglas esto —anunció Connor tomando asiento sobre la única mesa de madera vacía, mientras le hacía una seña a una mesera para que se acercara.

La mujer llegó de inmediato, su sonrisilla nos reveló que sabía perfectamente quienes éramos, Alexor tenía razón al decir que era difícil que los tres príncipes del reino pasáramos desapercibidos.

Tomé asiento junto a Connor, a Alexor no le quedó más remedio que seguirnos.

—¿Qué les puedo ofrecer, Altezas? ¿Desean unirse a una de las mesas de juego? —preguntó entusiasmada—. También servimos de comer si desean cenar, les aseguro que nuestra cocinera prepara platillos deliciosos.

—No, gracias, por ahora solo una jarra de vino —respondió Connor—. Y mi hermano desea hablar con el dueño del lugar, por favor. 

La mesera frunció el entrecejo ligeramente.

—¿Dueño? Ah, se refiere a la señora Milton —nos aclaró.

—¿Una mujer es dueña de esto? Vaya, ahora entiendo por qué no apesta a orines de ebrio —comentó Alexor dándole un segundo vistazo al salón.

—La señora Milton se empeña en mantener cierto grado de elegancia para que nuestra distinguida clientela se sienta cómoda. Seguro estará encantada de tenerlos esta noche. Díganme, ¿están interesados en participar en la subasta? Puedo proporcionarles las hojas para la puja y en breve la señora Milton pasará a mostrarles la mercancía para que la conozcan. 




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