Compré un marido con una hija
Cuando mi esposo murió, no lloré. Sé que eso me convierte en una mujer cruel a los ojos de la sociedad, pero lo cierto es que mi matrimonio había sido cualquier cosa menos amoroso. Fui una esposa obediente, una Marquesa impecable… pero también una prisionera. La fortuna que heredé de mi padre sirvió para que él ascendiera en títulos y poder, y cuando el destino lo arrebató, me dejó a mí, a mis veintiocho años, dueña de una inmensa riqueza… y sola.
Por un tiempo, la soledad fue un alivio. Hasta que dejó de serlo.
No soy tan ingenua como para creer en el amor, pero sí entiendo el valor de las alianzas. Fue por eso que decidí casarme nuevamente, esta vez en mis propios términos. Quería un esposo, sí, pero uno que no pudiera doblegarme. Uno que necesitara mi fortuna tanto como yo necesitaba su nombre.
Lo encontré en Lord Edward Cavendish. Un hombre arruinado, viudo, con una hija pequeña y una reputación casi destrozada. Lo compré, aunque nadie lo diría en voz alta. Compré su nombre y él, el mío. Era un acuerdo frío, calculado, perfecto.
Lo que no esperaba era a ella.
Clara tenía cinco años, rizos dorados y unos ojos grises que me miraban con una mezcla de curiosidad y desconfianza. No me quería. Eso estaba claro desde el primer momento en que me vio, escondiéndose detrás de las piernas de su padre como si yo fuera una bruja de cuentos. Y, quizás, lo era.
—No me gusta —dijo un día, con la honestidad cruel de los niños.
Edward no la corrigió. Tampoco la contradijo. Simplemente me miró con esa frialdad suya, como si esperara que me ofendiera, pero yo no le di el gusto.
—No es necesario que te guste —le respondí, con la misma calma.
Aún así, cada vez que sus ojos tristes me observaban, sentía un peso que no había anticipado.
Mi matrimonio con Edward fue exactamente lo que prometimos: distante y funcional. Compartíamos cenas formales y conversaciones educadas, pero nada más. Yo me ocupaba de la casa y de mantener las apariencias; él, de gastar mi dinero. No me dolía… hasta que empezó a doler.
Porque había noches en las que lo veía junto a Clara, riendo suavemente mientras le leía un cuento, y esa ternura que nunca me mostró me hacía sentir como una intrusa en mi propia casa.
—¿Por qué te casaste con él? —me preguntó Clara una noche, observándome desde el umbral de mi habitación.
La verdad estaba en la punta de mi lengua, pero no podía decírsela. No podía romper la ilusión de su mundo.
—Porque quería una familia —dije en cambio.
—Pero no nos quieres.
No supe qué responder.
Con el tiempo, Edward empezó a quedarse más fuera de casa, y yo empecé a quedarme más con Clara. No fue intencional, pero una tarde lluviosa la encontré llorando en el jardín, y por alguna razón, me senté a su lado. Le sostuve la mano. Y, poco a poco, ella dejó de esconderse de mí.
Una noche, cuando Edward no volvió, Clara vino a mi habitación y se metió en mi cama sin decir una palabra. Su cuerpecito temblaba, y mientras la abrazaba, me di cuenta de algo devastador: había comprado un marido, sí… pero había ganado una hija.
Y no iba a dejarla ir.
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