Con cariño: P.J. Blackbird

Capítulo 3

Los días siguientes transcurrieron de una manera tan abrumadoramente rápida, que ni siquiera llegué a ser totalmente consciente del modo en que las horas se escurrían entre mis dedos como si fueran agua. Sé que la emoción que no ha parado de correr por mi sistema tomó gran parte de aquella distorsionada forma de sentir el paso del tiempo, pero no me quejo por ello; he anhelado que el minutero del reloj marcara el ‘:59’ desde el momento en que marcaba el ‘:01’, y que el sol se pusiera desde el instante en que lo veía elevarse por el horizonte, detrás de los edificios del centro. Y hoy, finalmente, ha llegado el momento que tanto he esperado, al menos uno de ellos.

Damián está sentado justo en frente de mí, y lleva una cucharada tras otra de arroz hasta su boca de manera casi compulsiva, estoy segura de que nadie nunca degustó con tanto fervor la comida del señor Zhu. Tal vez esté tan ansioso como yo, y mientras a mí se me va el apetito el parece no haber comido en días enteros, pues cuando acaba con su comida voltea a ver la mía, que está completamente intacta.

―¿Te lo vas a comer? ―pregunta acercando sus dedos índice y pulgar emulando una pequeña pinza, que se abre y se cierra de forma rápida un par de veces mientras se acerca a las costillas de puerco dentro de mi plato de unicel.

―Adelante. ―Digo en un tono divertido y él no tarda en llevarse la carne a la boca. Comienzo a pensar que quizá no se trata de la ansiedad, sino de aprovechar al máximo que esta vez he pagado ya en agradecimiento a su regalo.

Nuestra conversación aquel día no se extiende demasiado, él está muy ocupado devorando todo lo preparado en este restaurante chino. Aquello continúa hasta que, finalmente después de lo que parece ser una eternidad, la pantalla de mi teléfono se ilumina y un agudo timbre comienza a sonar: la alarma de las cinco, que marca el momento de ir hacia las oficinas de Plannin Pictures.

―Voy a pagar, tú termínate eso. ―Señalo el que solía ser mi plato y ya no tiene en él más allá de un par de bocados. Entonces me levanto de la mesa y camino hasta el mostrador, donde el siempre sonriente señor Zhu toma mi dinero, me da el cambio y, al igual que siempre desde que soy niña, me da un rollito primavera que acepto con una sonrisa antes de despedirme y dejar un poco de propina en el puerquito sonriente de barro a un lado de su gato de la suerte.

Le doy una mordida al rollo frito mientras vuelvo hasta la mesa, donde me llevo la gran sorpresa de que de alguna inhumana manera Damián verdaderamente consiguió comer todo lo que quedaba en el plato, me pregunto cómo puede comer la ración de dos personas y seguir tan delgado.

―Te va a explotar el estómago ―murmuro cuando él se levanta, y pico con mi dedo índice su barriga inexistente.

―Si lo hace, moriré feliz. ―Le creo completamente.

Caminamos hombro con hombro fuera de la plaza en la que hallamos refugio de los rayos del sol, y subimos casi trotando los escalones metálicos del puente peatonal que nos llevará del otro lado de aquella avenida. Bajarlos es mucho más fácil que subirlos, y cuando estamos en la seguridad del concreto una vez más, he acabado con el bocadillo que me obsequiaron. Sé exactamente a dónde dirigirme pues no es la primera vez que trabajo en colaboración con aquella casa productora en específico, así que cuando las calles amplias y transitadas se convierten en estrechas callejuelas empedradas y mi amigo cree que nos hemos perdido, un edificio del tamaño de media cuadra y pintado enteramente de blanco se alza frente a nosotros.

En el espacio exterior de las oficinas ya hay aglomeradas cerca de cuarentaidós personas, algunas no las he visto nunca en mi vida, pero otros tantos rostros son ya conocidos, de aquel grupo saludo a algunos y a otros tantos decido ignorarlos. Cuando acepté trabajar en Ultravioleta, no me imaginaba que el ambiente entre críticos fuese tan competitivo. Cuando en mi primer año era todo sonrisas, apretones de manos y ‘me gusta’ en las columnas de mis colegas, ahora sabía bien yo quienes poseían la tendencia a poner piedrecillas en el camino de los demás, meter cizaña, demeritar el trabajo de los otros para hacer relucir el suyo propio. No estaba, ni estoy, dispuesta a relacionarme con esa clase de personas.

Al cabo de unos minutos, un hombre con la camisa negra abotonada hasta arriba y más gel en el cabello del que debería ser legal, aparece con una tabla entre las manos y nos comienza a dar indicaciones de a dónde debemos dirigirnos. Así, hacemos una fila para adentrarnos entre las instalaciones hasta llegar a un pequeño cuarto, que no se parece ni de cerca a una sala de cine convencional pero está perfectamente preparada para que todos nos sintamos lo más cómodos posibles.

Mientras entramos, dos chicos que aparentan una edad tan corta que deben ser pasantes, nos reparten botellas de agua, que no es mi opción favorita para ver una película, pero igualmente la agradezco. Arrastro a Damián hasta dos asientos en el medio de aquella pequeña sala improvisada, no pasa mucho hasta que la misma está completamente llena y los encargados cierran la puerta para dejarnos a oscuras. Todos aquí conocemos bien las indicaciones, por lo que guardamos silencios y aguardamos hasta que en la pantalla de tela frente a nosotros comienzan a aparecer las imágenes que manan del proyector.




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