Era una mañana fría de febrero y en una avenida transitada, ambientada con el ruido característico de la ciudad, Valeria González corría con toda la intensidad que su mala condición física le permitía. El sol, que se alzaba imponente en el cielo y más brillante de lo usual en aquellas fechas, le encandilaba los ojos forzándola a entrecerrarlos; la mochila que colgaba de sus hombros golpeteaba en su espalda baja a cada paso que daba y, para sumar problemas a su contratiempo, una de las agujetas de sus zapatillas se había desatado por lo cual era consciente de que en cualquier momento podía tropezarse, pero aun así no quería detenerse para no perder más tiempo. Cuando por fin cruzó el cerco de la preparatoria Leona Vicario se obligó a disminuir la velocidad de su marcha y le sonrió a Javier, el portero, un hombre bajito y moreno bastante simpático con el cual se llevaba muy bien. Él le devolvió el saludo con un gesto de mano, extrañado de verla llegar tarde. Valeria se contuvo de correr hasta girar en el primer edificio. Aunque el frío le calaba la garganta y se sentía algo mareada, no se detuvo hasta encontrarse frente al salón de clases. Desde afuera escuchaba a la profesora de historia leer una lección del libro. Era consciente de que se arriesgaba a un regaño, mas aquella carrera de la mañana no podía valerle de nada. Por eso mismo se armó de valor y tocó la puerta antes de entreabrirla solo lo suficiente como para poder asomar la cara.
—Buenos días, ¿puedo pasar? —preguntó, con el tono más amable y seguro que le fue posible reunir. Esperaba que eso le sumara puntos contra la reacción de la profesora Márquez.
La mujer de cabellos canos la miró sorprendida por un segundo para después arrugar el rostro en una expresión de pura indignación.
—González, usted muy bien sabe que solo tolero cinco minutos de retraso máximo —le dijo, desviando la vista de regreso al libro.
—Lo sé, pero si me deja expli...
—¡Pero nada! —gritó, dejando las palabras de su alumna en el aire—. Ahora retírese y déjeme continuar con la clase.
El tono de voz de su profesora no daba oportunidad a ninguna protesta, así que, derrotada y avergonzada, la muchachita obedeció. Una vez cerró la puerta, se sentó en una banca que estaba ubicada a unos pasos de distancia. Se apresuró en atar las agujetas de su calzado y a continuación observó el paisaje con aburrimiento.
La escuela se hallaba compuesta por cinco edificios de dos pisos, césped verde en algunas partes del suelo, arbustos con flores, además de árboles grandes y frondosos. Su atención se vio captada por un abedul que se hallaba del otro lado de edificio. Con rapidez se descolgó la mochila amarilla de los hombros y la posó sobre su regazo, para a continuación sacar una libreta de tapa dura color azul celeste que contenía un pequeño mensaje en la parte superior "Sonríele a la vida y la vida te sonreirá de vuelta". Era sencillo, pero por esa simple frase se decidió a comprarla cuando la descubrió en una papelería unas semanas atrás. Esa libreta era la encargada de cuidar la recopilación de sus dibujos, aquellos que realizaba cuando encontraba cualquier cosa que encendiera su imaginación, como aquel hermoso árbol que sus ojos veían en ese momento.
El grafito del lápiz rozaba la hoja de papel cuando escuchó unos pasos a su costado. Observó a la silueta delgada que se acercaba a su salón de clases, se trataba de un joven de su edad: de cabello oscuro y tez morena clara; tenía una mano dentro del bolsillo de su sudadera gris, mientras la otra la extendió para tocar la puerta. Valeria lo siguió con la mirada, le causaba curiosidad, principalmente porque no lo conocía y le extrañaba que pidiera permiso para entrar a su clase. El chico intentó excusar su tardanza diciendo que era nuevo y se había perdido buscando el salón correspondiente, sin embargo, ni aquella razón ablandó el corazón de la profesora, quien lo despidió con un grito que ocasionó que se sobresaltara y cerrara la puerta velozmente. Ella contuvo una carcajada al ver la expresión de susto que se formó en el rostro de—quien ahora sabía era—su nuevo compañero. Él notó su presencia y Valeria, entonces, le dedicó una sonrisa.
—No te preocupes. Es así con todos, en un tiempo te acostumbras — su voz dulce y fuerte contrastó con el silencio de aquella mañana.
El joven solo asintió y dio unos cuantos pasos sobre el mismo sitio, inseguro de a dónde ir a continuación.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó la muchacha, sin apartar la vista de él.
—Dylan —contestó y enseguida, acercándose a la banca donde ella estaba, se sentó a su lado, aunque dejando un espacio considerable entre ambos.
—Yo soy Valeria —de nueva cuenta, él solo asintió, sin prestarle demasiada atención—. Así que eres nuevo, ¿de qué escuela vienes?
—Eh, está muy lejos, no creo que la conozcas.
Ella le dedicó una corta sonrisa antes de continuar con su dibujo, trazaba las hojas del árbol, era lo que más le llamaba la atención de éste; tenían una forma muy linda, como si se hubiesen usado tijeras decorativas para cortar una hoja común y corriente. A pesar de querer concentrarse por completo en su dibujo, le parecía grosero de su parte ignorar a Dylan. Sin mencionar que Valeria no era una gran admiradora de los silencios. Ella era mujer de ruido, por eso le encantaba vivir en una ciudad, donde el movimiento nunca paraba y no había espacio para silencios largos y aburridos.
Terminó de dibujar una hoja antes de volver a mirar al joven sentado junto a ella.