Viggo se encontraba de pie en una elevación rocosa del terreno en el final del bosque, al borde de la isla. Se quedó observando como el agua corría entre piedras y destellos de sol iluminaban la superficie. Podía ver una de las aldeas al otro lado del cuerpo de agua. Pensó en las personas que debían estar cumpliendo con sus rutinas y el corto paso que tenían por la vida. Sin embargo, muchas veces los envidiaba. Cuando se metía en ese intrincado laberinto de pensamientos solo perdía el tiempo. Era inútil perder tiempo con el pasado. De repente sintió que algo se enredaba en su espalda. Dos brazos aprisionaron su cuello y dos piernas fuertes atraparon su cintura. Soltó un jadeo molesto tratando de quitarse a la persona de encima.
—¿Qué quieres, Seren? Buen día —preguntó llevando sus manos hacia atrás para hacerle cosquillas en los costados. La muchacha se retorció soltando unas carcajadas—. Ya no eres la niña que jugaba a las escondidas en la aldea vikinga. Estás grande y pesada.
Ella no lo había tomado por sorpresa porque él de sobra conocía su aroma y el sonido que sus pies hacían al tocar la tierra cuando corría. Un humano no podría escucharlos, pero los vampiros tenían la mayoría de los sentidos muy desarrollados. Tenía que ver con la sangre infectada que los recorría enteros. Hacía muchos años habían intentado encontrar el origen del vampirismo, mas no tuvieron éxito. Davina, la mujer inglesa que los había convertido, se hacía llamar la Primera, con mayúscula. ¿Pero quién la había infectado a ella? La risa de Seren lo distrajo de sus pensamientos que eran como telas de araña donde solía quedarse atrapado como una mosca.
—¿Ya no puedo ser cariñosa con mis hermanos, acaso? ¿Debo ser una niña para divertirme? —cuestionó ella dejándole un beso en la mejilla al muchacho y de un salto se quitó de su cuerpo para ponerse de pie a su lado y darle un vistazo al lago—. Tengo novedades sobre la chica del baile.
—¿Cuál de todas?
—Amara. No te hagas el tonto.
—¿Por qué debería importarme lo que sepas sobre ella? —preguntó Viggo, cruzándose de brazos y levantó una de sus cejas para mirar el rostro travieso de Seren.
—Porque es una escritora famosa. Solo por esa razón debería importarte —comentó ella, empujándolo con su hombro—. ¿Recuerdas quien contaba historias también?
—No la compares con Evanna —replicó Viggo de manera cortante. Comenzar a darle importancia a la mujer de la cabaña era borrar el recuerdo de Evanna y dar un paso en una dirección que había jurado no perseguir jamás luego de la muerte de su amada. Conocía de sobra el jueguito de celestina de su hermana. Cada tantos años se obsesionaba con conseguirle una compañera.
—¡Pero sin son prácticamente iguales! Estoy en shock y yo no me sorprendo con facilidad. No vas a decirme que no has pensado en la teoría de que están relacionadas. Evie podría haber sido su tatarabuela o algo así. Son idénticas.
—Si es por teorías, podríamos pasarnos el día entero pensando en locas ideas. Repito. ¿Por qué debería importarme todo eso?
—Por dos cosas. Primero, porque a pesar de nuestros negocios y viajes, esta eterna vida se hace aburrida sin compañía. Te has negado eso por demasiado tiempo. Davina ya no te persigue y no podrá dañar a tu nuevo amor.
—No nombres a esa bruja. Tal vez se aparece luego de tantos años con tan solo escuchar su nombre en el viento. ¿Cuál sería la segunda razón?
—Que, si en dos semanas logro hacer que caigas por Amara, Finn deberá comprarme un auto nuevo —bromeó Seren y Viggo entrecerró los ojos. Expuso sus colmillos y gruñó como un gran felino. Su hermana pretendió estar asustada antes de salir corriendo a toda velocidad dando saltitos por las rocas que sobresalían en el terreno. Los dos se convirtieron en manchas borrosas para la vista humana. Solían jugar a esas carreras para llegar a la mansión. En su camino espantaron a las aves del bosque que volaron hacia el cielo y los ciervos que pastaban con tranquilidad se ocultaron entre la maleza.
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Los balbuceos de Viggo llenaron la pequeña habitación del apartamento que se encontraba sobre una de las calles más transitadas de Londres. Las sábanas estaban mojadas y su frente junto con su torso desnudo se hallaban empapados por el sudor producto de una fiebre que volvía su piel caliente. Los seres como él nunca enfermaban, pero había un momento particular que todos ellos se veían obligados a atravesar en el proceso de ser lo que eran. La culpa. Luego de vivir los primeros años como vampiro, los rostros de las personas que había matado se agolpaban detrás de sus párpados cerrados para hacerle reclamos. Jovencitas con vestidos sangrientos en calles oscuras de adoquines, muchachos que trabajaban en el campo que se desplomaban al igual que las pesadas bolsas que antes habían acarreado en sus hombros. Todos ellos víctimas de la sed que Davina había hecho nacer en él. La Primera se los había explicado con una sonrisa en los labios y malicia en los ojos. Había dicho que algún día les tocaría pasar por eso, pero que no duraría demasiado. A lo sumo una noche o dos. Después de esa tortura se convertirían en las bestias sin sentimientos que estaban destinadas a ser.
Podía escuchar pasos moviéndose en el pequeño baño y sobre los pisos de madera crujiente. Evanna estaba con él. Era la primera mujer de la que se había enamorado perdidamente. Apenas probó su sangre para alimentarse, se quedó conectado a ella de una forma que no había experimentado antes con nadie. Luego de varios meses de un fogoso y feliz noviazgo ella le pidió ser como él, para poder vivir juntos para siempre. Pero Viggo se negó de manera rotunda. No quería condenar a esa hermosa persona a tener su misma suerte. A pesar de su negativa, Evanna no se fue de su lado.
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Editado: 22.01.2025