Condenada por amor

Mamá.

—¡Mamá!-exclamo corriendo hacia ella y abrazandola, dándole un largo beso a la vez. Tenía tiempo sin verla porque no había podido venir antes.

-Mi niña, te he extrañado tanto -dice y se separa un poco de mi para mirarme a la cara, pero luego me abraza con mucha más fuerza que antes.

Su abrazo me transmite paz, creo que estar entre sus brazos es lo que más amo en la vida. Las abuelas tienen ese don especial, nos hacen sentir amados desde pequeños, y cuando ya estamos grandecitos buscamos sus abrazos para volver a sentirnos como bebés recién nacidos. Especialmente mi abuela.

Mi abuela Iris es mi favorita, mi consentida; es la que me hace sentir realmente feliz al visitarla, siempre me ha consentido y cuidado desde muy pequeña, y le estaré eternamente agradecida. No es que no quiera a mi abuela materna, pero es que ella nunca me ha buscado, creo que nunca me ha querido.

-Cuentame, mi niña, ¿cómo van esos estudios? —pregunta luego de dar un beso en mi frente y caminar hacia el patio aún abrazándome de lado.

—Van bien, mamá.  Algo duros, pero bien. —respondo.

Siento como si volara, estar con mi viejita me hace sentir como en las nubes; justo en este momento no siento cansancio, estrés, molestia ni nada negativo. Ella es todo lo que necesito para estar feliz.

Nos sentamos en las mecedoras que antes estaban en la galería, pero como hace unos meses las cambió por unas nuevas ahora se encuentran aquí atrás.

—Mamá, ¿y Daniela dónde está?— pregunto mirando al interior de la casa, pero por ningún lado veo a mi prima.

—Tú sabes que tu prima no se sabe quedar tranquila en un lado, debe estar por ahí donde las amigas. —dice haciendo un ademán con su mano, restandole importancia.

Intento no alterarme, porque de lo contrario cuando la viera no me aguantaría y le diría sus cosas. Daniela sabe que la abuela no se puede quedar sola por mucho tiempo debido a su condición de salud, ya varias veces ha habido que llevarla de emergencia al hospital por su hipertensión y la diabetes cuando se le descontrolan o falta a alguno de sus medicamentos.

—¿Y hace rato que no viene a verla? — inquiero abriendo mi mochila y ver la hora en mi celular que se encuentra en uno de los bolsillos.

—No te preocupes, mi muchachita, ya vendrá. Yo estoy bien.

Sonríe. No sabría cómo describir exactamente lo que siento al verla sonreír, solo sé que mi corazón late emocionado al ver como su sonrisa se ensancha y las arrugas de su rostro se hacen más notables,  haciéndola ver tan adorable. Sonrío junto a ella.

La tarde está soleada, algunos rayitos de sol se cuelan por entre los grandes árboles, entre ellos algunos de frutas, dando una vista divina del lugar. Cuando era pequeña trepaba a la mata de mango cuando estaban maduros, así como ahora, y comía de ellos la tarde entera, muchas veces llegué a caerme pero no me daba por vencida; siempre he pensado que desde la mata saben mejor.

—¿Qué piensas, mi niña traviesa?—pregunta parándose de la mecedora y caminando a la cocina. A pesar de su edad y sus padecimientos, no usa bastón, se conserva muy fuerte.

—Los mangos se ven deliciosos. —confieso lamiéndo mis labios.

Escucho algunas ollas moverse, haciendo un estruendoso sonido y decido entrar a ayudar a mi abuela.

—Venga, mamá, yo la ayudo. —intervengo al verla moviendo uno de los botellones de agua desde la sala.

—No te preocupes, yo puedo.

Intenta zafarse y continuar ella, pero logro agarrar el botellón para llevarlo cargando a la cocina.

Ella coge una de las ollas y le echa un poco de agua para luego prender la estufa y ponerla, sabiendo lo que hará salgo de nuevo al patio a hacer la locura que me ha llegado a la mente: trepar a la mata de mango, y eso hago. Me quito los zapatos y comienzo a trepar, no se me hace tan difícil cuando ya voy por la mitad y veo salir a mi abuela, quien al verme no duda en reírse de mí.

—Nunca dejarás eso, eh.

—Ya verá cuando le pase uno bien dulce —logro decir de forma entrecortada por el esfuerzo físico que hago para sostenerme de las ramas.

Logro llegar a una rama lo suficientemente fuerte para soportar mi peso y fijo mi primer objetivo en un mango que se ve amarillito, delicioso. Estiro una mano mientras con la otra me sostengo y lo atrapo, chillo de emoción. Me siento como si fuese nuevamente aquella niña que jugaba en las tardes trepando árboles y jugando con tierra. Mi infancia fue la mejor a pesar de pasarla sin mis padres.

Me muevo de un lugar a otro, manteniendo el equilibrio y evitando caer, tomo unos cuantos mangos maduros y decido bajar para seguir hablando con mi abuela; ya casi anochece y en poco tiempo debo irme.

Y todavía Daniela no aparece...

—Mire lo que le traje— Le extiendo un mango al sentarme frente a ella.

—Gracias, mi niña. Ahora esperame ahí, ya vengo.

Entra a la casa por unos minutos y cuando sale tiene una ollita en la mano, por el olor que se extendía ya imaginaba lo que era. Lamo mis labios cuando me entrega ese rico arroz con leche que desde pequeña me ha gustado.

—Aquí tienes. —sonríe y vuelve a su lugar.

Probarlo se siente como la gloria misma, el dulce sin duda es mi sabor favorito, y más si es en un rico arroz con leche como los que prepara mi abuela.

—Está tan rico como siempre, mamá. Gracias.  —logro hablar luego de saborear gran cantidad del contenido que aún se encuentra tibio.

Ella asiente sonriendo también comiendo un poco del que trajo para ella.

—¿Cómo van las cosas con tus padres? —cuestiona.

Pienso en lo que ha pasado en estos últimos días y sonrío con amargura.

—Con mi padre todo bien, la que se encuentra todo mal es mi madre —Confieso. —, es como si todo le molestara de mí; si estoy con mi amiga en casa, le molesta; si me tardo en llegar, le molesta... todo le molesta.

—¿Y en esas salidas no has conocido a alguien?

—¿Alguien cómo...?

Me doy cuenta que me encontraba con la mirada perdida en la nada y mi voz algo rota.




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