Lala entró corriendo al café de Malasaña como si una estampida de turistas la persiguiera, respirando con la boca abierta, el pelo enredado en su habitual caos adorable y la mochila medio colgando de un hombro, cargada de papeles que parecían a punto de huir de ella. Empujó la puerta con torpeza, casi tropezando con el marco, y atrajo de inmediato la atención de una pareja de estudiantes que trabajaban en sus portátiles. La campanilla de la entrada sonó como si anunciara la llegada de un huracán.
—¡Sofi! —exclamó, con voz entrecortada, dejando caer su cuerpo en la silla frente a su amiga—. Que alguien me explique cómo es posible que Madrid sea tan grande, el metro tan lento, y yo tan torpe. He perdido las llaves, casi me caigo en la escalera mecánica y… —hizo un gesto teatral— la dignidad se me ha quedado por ahí entre Tribunal y Bilbao.
Sofía la miró con esa expresión que mezclaba paciencia infinita con diversión contenida. La conocía demasiado bien: detrás de cada entrada caótica de Lala había un carrusel de historias que podían ir desde un tropiezo hasta una anécdota épica de manual.
—Lala… llegas tarde otra vez —dijo, cruzando los brazos. La sonrisa en su rostro suavizó cualquier reproche y, como siempre, consiguió que Lala se sintiera un poco culpable y un poco heroína al mismo tiempo.
—Bueno, pero… ¡ya estoy aquí! —replicó Lala, agitando las manos como quien expone un argumento irrebatible—. Y admítelo: no hay nada más adorable que yo corriendo con el café derramándose, la mochila medio abierta y la vida al borde del colapso.
Sofía rodó los ojos y señaló la mancha marrón que decoraba la chaqueta de su amiga.
—Adorable, sí. Con café encima y el bolso convertido en una papelera de oficina. Muy adorable.
Lala soltó una carcajada contagiosa que hizo sonreír a la camarera detrás de la barra. Luego, acomodándose en la silla como si acabara de sobrevivir a una batalla, bajó la voz y lanzó la pregunta con la curiosidad chispeando en los ojos:
—Bueno… ¿qué urgencia tenía la cita secreta de hoy?
Sofía se inclinó hacia ella, bajando también el tono, como si estuviera a punto de confesar un secreto importante.
—Nada del otro mundo. Solo quería hablarte de alguien —dijo con cierta solemnidad—. Se llama Martín. Es amigo de Tomás. Y Tomás insiste en que deberías conocerlo.
Lala arqueó una ceja con escepticismo. El nombre flotó unos segundos en el aire, como si tuviera peso propio.
—¿Conocerme? —repitió, divertida—. Sofi, tú sabes cómo terminan mis primeras citas. Llego tarde, tropiezo, me engancho la falda en una silla, pierdo un zapato como si fuera Cenicienta versión caótica… ¿De verdad quieres exponerme otra vez al ridículo?
—No es necesario que os veáis todavía —aclaró Sofía, negando con la cabeza—. Solo quiero que lo tengas en mente. Nada de citas incómodas. Nada de silencios raros en un restaurante. Solo mensajes. WhatsApp, emojis, notas de voz… como una prueba piloto.
—Mensajes… —repitió Lala, enredando un mechón de pelo entre los dedos—. O sea, Tinder pero sin match, ¿no? Una especie de “versión segura” supervisada por ti.
—Exacto. Sin presión. Si surge química, bien; si no, también.
Lala se dejó caer hacia delante, apoyando la barbilla en la mano, como si ya se imaginara un futuro lleno de pantallas azules de conversaciones que no avanzan. Visualizó a un tipo demasiado serio, con agenda de ejecutivo, capaz de regañarla por sus llegadas tarde o por su caos personal.
—Está bien —cedió al fin, dejando escapar una sonrisa pícara—. Pero solo mensajes, ¿eh? Ni cafés, ni cenas, ni nada más.
Sofía, triunfante, le deslizó el móvil por la mesa como si le entregara un tesoro secreto.
—Aquí tienes su número. Y hazlo bien, Lala. Por favor, no lo espantes.
Lala levantó las manos en señal de inocencia, mientras guardaba el contacto en su propio teléfono. El nombre “Martín” quedó grabado en su agenda como una posibilidad lejana, un misterio envuelto en dígitos.
—Pero basta de mí —cambió de tema, bebiendo un sorbo de café—. ¿Qué tal tú y Tomás? ¿Sigues igual de… enamorada?
Sofía se sonrojó, bajando la mirada hacia su latte antes de responder con una sonrisa amplia que iluminaba todo su rostro.
—Sí. Totalmente. Es increíble, Lala. No sé cómo tuve tanta suerte. Y lo mejor sería poder compartir más cosas juntos, como cenas de a cuatro: tú, yo, Tomás… y quizá Martín, algún día. Imagínate. Charlas, risas, momentos bonitos.
Lala la observó con ternura, y en sus ojos apareció esa chispa de complicidad que solo existe entre amigas de toda la vida.
—Sería precioso, sí… aunque por ahora mi meta es sobrevivir al trabajo. Con la llegada del hijo del jefe, la oficina parece un campo de entrenamiento militar.
Sofía arqueó las cejas, recordando lo que le había contado días antes.
—El famoso hijo del jefe… ¿Ya apareció?
—Todavía no, pero todo el mundo habla de él como si fuera el Mesías. Reuniones adelantadas, agendas imposibles, clientes que creen que “plazo” significa “cuando se me antoje”. Necesito tres cafés más antes de las cinco si quiero sobrevivir.
Ambas rieron, chocando sus tazas con un gesto de supervivencia compartida.
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Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, en un gimnasio de Manhattan, Martín golpeaba la pelota contra la pared de una pista de squash con la precisión de alguien que calcula hasta el más mínimo movimiento. Alto, erguido, con esa postura impecable que ni el deporte lograba despeinar. Tras un par de jugadas solitarias, dejó caer la raqueta y tomó el móvil, que vibraba con una llamada entrante.
—¿Tomás? —respondió, aún respirando con calma tras el ejercicio.
—¡El mismo! —contestó la voz entrecortada y alegre de su amigo desde Madrid—. ¿Qué tal llevas Nueva York? ¿Echas de menos el jamón y las cañas?
Martín esbozó una leve sonrisa, aunque su tono se mantuvo serio.
—Estoy… planificando. Mudarse pronto a Madrid no es solo cambiar de ciudad, es reordenar la vida entera. Las rutinas, los horarios… y asumir la empresa familiar. Es mucho. —Hizo una pausa—. Demasiado, a veces.