La tarde en la agencia era un hervidero de voces. Las secretarias caminaban de un lado a otro con papeles en la mano, el departamento creativo discutía ideas con tono cada vez más crispado y en la sala de reuniones ya se habían rehecho tres veces las presentaciones que, según decían, “iban a impresionar al hijo del jefe”. Se escuchaban portazos, risas nerviosas y el tintineo constante de tazas de café chocando contra los escritorios.
Lala miraba todo aquello desde su escritorio con la barbilla apoyada en la mano, mordisqueando un lápiz y observando cómo los post-its se amontonaban en sus paredes formando un mapa caótico que solo ella entendía. No entendía por qué tanto revuelo.
—De verdad, ¿qué esperan? —susurró a su compañera Clara, que tipeaba frenéticamente un informe—. ¿Que el tipo venga con un látigo en la mano?
—No es cualquier tipo, Lala… —respondió Clara sin despegar la vista de la pantalla—. Es el hijo de Rivas. Dicen que no se parece en nada al padre.
Mariana arqueó una ceja, divertida.
—¿Nada? ¿Ni un poquito? Porque si es igual de serio, con cara de “no me hablen”, entonces sí que estamos fritos.
Clara soltó una risa nerviosa, mirando alrededor como si temiera que alguien las escuchara.
—Shhh, que si te oyen, te matan.
Pero Lala no se callaba tan fácil. Se levantó de golpe, casi tirando su silla, e imitó a un jefe malhumorado:
—“Lalita, sus informes son un desastre. Y usted, Clara, ¿cree que esas estadísticas van a convencer a alguien?” —entonó con voz grave, frunciendo exageradamente el ceño.
Clara se atragantó con la risa y le pidió por favor que parara, pero algunos compañeros alrededor no pudieron evitar soltar carcajadas.
—¿Ven? ¡Ya le tengo miedo y todavía ni ha aparecido! —remató Lala, tirando un clip al aire como si fuera confeti.
Lo cierto era que, aunque todos estaban en tensión, Lala tenía esa chispa que conseguía romper el clima pesado. Nadie sabía mucho del nuevo “mini señor Rivas”, solo que había vivido fuera, que venía con ideas frescas y que no se parecía en nada al padre. Había rumores de que era exigente, de carácter fuerte, y que no se le escapaba ni un detalle.
Lala, ,en cambio, no tenía idea de nada. Para ella, era simplemente otra excusa para que la oficina estuviera patas arriba.
—Mira si resulta ser simpático —dijo en voz alta, recogiendo los papeles que se le habían caído al suelo—. Me parto si todos montan tanto show y después resulta que es un tipo normal.
Y con todo ese caos que reina en la oficina, Lala comenzaba a sentir cómo la inspiración se le escapaba. Llevaba días intentando avanzar con la campaña para un cliente importante, pero cada vez que intentaba escribir algo, las palabras se le quedaban atascadas en la garganta.
—Lalita, ¿ya tienes alguna idea para el eslogan de la campaña? —preguntó Clara, apoyándose en el marco de su escritorio mientras miraba los papeles esparcidos.
—No, cero inspiración. —Lala suspiró, tirando el lápiz sobre el bloc de notas—. Es como si mi cerebro estuviera de vacaciones.
—Pues apúntate a meditar, que dicen que funciona —bromeó Diego, del departamento creativo, pasando con un café en la mano—. Aunque viendo tu mesa, creo que hasta la meditación se perdería entre los post-its.
—JAJAJA, gracias por la sugerencia, gurú del café —respondió Lala, lanzándole un clip que él esquivó con habilidad—. Pero no sé… siento que cada frase suena a copia barata.
—Yo creo que necesitas un poco de caos para inspirarte —añadió Clara—. Algo inesperado.
—¿Caos? —Lala se quedó pensativa, mordisqueando la punta de un bolígrafo—. Eso lo tengo de sobra, solo que mi inspiración parece haberse escondido debajo de la montaña de correos.
En ese momento, Marta, la diseñadora del equipo, se acercó con una tableta en la mano.
—Mira esto, Lalita —dijo mostrando un boceto—. No sé si es lo que buscas, pero quizás te ayude a arrancar algo.
Lala se inclinó sobre la tableta, observando los colores y las formas, pero frunció el ceño.
—Está bien, está bonito… pero no me dice nada. Necesito que grite, que haga que la gente se quede mirando. —Se recostó en la silla y miró a sus compañeros con una sonrisa cómplice—. No puedo ser la única que está bloqueada, ¿eh?
—Tranquila, Lalita, todos tenemos días así —dijo Clara, intentando animarla—. Pero si quieres, podemos hacer una tormenta de ideas rápida. Nada de reglas, todo vale.
—Vale —aceptó Lala con entusiasmo—. Pero que nadie me diga “eso no se puede”, ¿eh? Hoy mando yo el caos creativo.
Poco a poco, la oficina se transformó en un improvisado brainstorming. Lala lanzaba ideas disparatadas, algunas absurdas, otras curiosamente buenas, mientras sus compañeros reían y añadían comentarios. Por un momento, el estrés y la tensión del viernes desaparecieron, y la oficina se llenó de risas y creatividad desordenada.
—Vale, vale, Lalita —intervino Diego entre carcajadas—. Tu caos empieza a ser contagioso. Creo que hasta yo me estoy inspirando.
—¡Eso es! —respondió Lala, levantando los brazos triunfante—. A veces hace falta un poco de locura para sacar algo decente.
Y mientras lanzaban ideas a la pizarra, Lala pensó: Quizá esto no sea solo sobre campañas y clientes. A veces, inspirar a otros y dejarse inspirar es lo que más sirve.
Aún así, su mirada se desvió hacia el móvil. El chat con Martín seguía abierto, y su sonrisa volvió inevitablemente. La mezcla de caos, risas y conversaciones inesperadas había hecho que su bloqueo pareciera más ligero, casi soportable.
El apartamento de Martín estaba en silencio, interrumpido solo por el zumbido constante del refrigerador y el murmullo lejano de la ciudad que se colaba por la ventana entreabierta. Cajas amontonadas en un rincón contenían ropa, libros y recuerdos de Nueva York que todavía no había tenido tiempo de organizar. Todo parecía temporal, como si él mismo no terminara de asentarse en su propia vida.