El sábado amaneció silencioso, con una luz gris filtrándose por las rendijas de la persiana. Lala bostezó, arrastró los pies hasta la cocina y encendió la cafetera, como cada fin de semana. La promesa era clara: escribir. Avanzar, aunque fuera un párrafo, en su novela histórica.
Mientras esperaba que el café se hiciera, el móvil vibró sobre la mesa. Una notificación. Al desbloquearlo, el corazón le dio un pequeño salto. Era un mensaje de Martín.
> Martín: Buenos días, Mariana. Espero que pases un día relativamente tranquilo.
Lala sonrió sola en la cocina, como si alguien acabara de susurrarle un secreto. Se mordió el labio, con el café humeante en la mano, y escribió de vuelta:
> Mariana: Buenos días 😊 Con tu mensaje ya empieza tranquilo. Ojalá tú también tengas un buen día.
Esperó unos segundos, mirando la pantalla iluminada. Nada. Ni las burbujitas de “escribiendo…”. Solo silencio.
—Seguro que está liado —murmuró, encogiéndose de hombros.
Dejó el móvil a un lado y se sentó frente al portátil, dispuesta a luchar con sus personajes y la historia medieval que parecía no querer avanzar. Pero de vez en cuando, inevitablemente, volvía a mirar la pantalla del móvil. Cada vistazo, la misma espera.
No sabía, mientras tachaba frases y escribía otras nuevas en la novela, que en ese mismo momento Martín estaba a miles de metros de altura, con el cinturón abrochado y el murmullo constante de un avión a su alrededor. Había apagado el móvil al despegar, guardando su secreto: estaba volviendo a Madrid antes de lo previsto, para hacerse cargo de la empresa familiar.
Lala, ajena a todo, se acomodó en el sofá con su libreta, sonriendo de vez en cuando al recordar el breve mensaje de la mañana. Con tan poco, Martín había conseguido colarse en cada rincón de su día.
El avión llevaba más de dos horas de vuelo cuando Martín por fin consiguió acomodarse en el asiento. Había intentado leer un informe, escuchar música, incluso dormir un rato, pero nada lo mantenía quieto. El zumbido constante de los motores se mezclaba con el murmullo de los pasajeros, y aunque a su alrededor reinaba cierta calma, dentro de él todo era un torbellino.
Había cerrado el móvil al despegar, no sin antes enviar ese breve mensaje a Mariana. “Buenos días, Mariana. Espero que pases un día relativamente tranquilo.” Sencillo, casi neutro, pero suficiente para sentir que estaba ahí, rozando su rutina aunque él estuviera a miles de metros. Se lo había pensado demasiado: escribir más, añadir un emoticono, dejar entrever algo de lo que realmente le hervía en el pecho. Al final eligió la sobriedad, porque no estaba seguro de cuánto podía permitirse decir.
Ahora, sin cobertura ni distracciones, solo le quedaba convivir con sus pensamientos.
El motivo de su viaje pesaba como una losa. Volver a Madrid antes de lo previsto no era una elección, sino una obligación. La salud de su padre se había deteriorado más rápido de lo que nadie había esperado, y con ello había llegado la presión de hacerse cargo de la empresa familiar. No era solo una cuestión de números y balances: era la historia de generaciones, el legado que llevaba el apellido en letras doradas sobre la puerta principal. Martín lo sabía desde niño, pero nunca había sentido tan de cerca el vértigo de que el futuro descansara sobre sus hombros.
Apretó los puños sobre las rodillas. No le asustaba el trabajo en sí; le asustaba la idea de fallar. De no estar a la altura. De que su padre, con la mirada debilitada por la enfermedad, llegara a pensar que había puesto su confianza en el hijo equivocado.
Y, en medio de todo ese nudo de ansiedad, estaba ella. Mariana. Lala. Su nombre, sus mensajes, el tono ligero y juguetón con el que le escribía. Lo habían hablado tantas veces, riéndose por la pantalla, compartiendo madrugadas de charla sin haberse visto nunca en persona. Y, sin embargo, había algo en ella que lograba colarse hasta donde ninguna otra había llegado.
Recordó el brillo de su respuesta antes de apagar el móvil. “Buenos días 😊 Con tu mensaje ya empieza tranquilo. Ojalá tú también tengas un buen día.” Sintió un cosquilleo en el pecho, esa sensación estúpida pero innegable de que alguien estaba pensando en él al otro lado del mundo.
Se preguntó si ella sabría lo mucho que significaban esas frases para él. Si notaría que, cada vez que la pantalla se iluminaba con su nombre, la tensión del día se aflojaba un poco. Que, incluso ahora, en pleno vuelo y con la ansiedad devorándole el estómago, pensar en Mariana era lo único que le traía calma.
Cerró los ojos, recostándose contra el respaldo, y respiró hondo. Imaginó su risa, los audios improvisados en los que ella se quejaba de sus personajes, o los memes absurdos que le enviaba a cualquier hora. Sonrió, a pesar de todo.
Pero la sonrisa se desdibujó pronto. No podía permitirse distracciones. Al aterrizar, la realidad lo esperaría con toda su crudeza: reuniones, papeles, decisiones. Y, por encima de todo, la preocupación por su padre.
El sábado avanzó lento. Tras el café y el portátil, Lala pasó la mañana entre tachones y párrafos que no la convencían. Cada tanto miraba el móvil, buscando una notificación que no aparecía.
—Estará ocupado —se repetía en voz baja, como si necesitara recordárselo.
A la hora de comer, calentó una sopa y encendió la televisión, pero no prestó demasiada atención al programa. La bandeja en el regazo y el móvil sobre la mesa eran todo lo que ocupaba su mente. Revisó el mensaje una y otra vez, como si entre las letras pudiera encontrar algo oculto.