Culpa. Latido 15 (I)
El príncipe soltó un gemido de sorpresa al caer, y yo caí encima de él. Nuestros rostros quedaron frente a frente, tan cerca que pude distinguir las pequeñas chispas azul celeste que se esparcían en los anillos de sus iris. Mis pechos se apoyaron casi en su barbilla, porque al caer me deslicé un poco hacia adelante por su cuerpo. Así nos quedamos, congelados por un momento, observándonos mutuamente.
Y el gato, ese condenado, se sentó tranquilamente junto al príncipe, con la estúpida bolsita de la albóndiga aún en la boca. Y esa seguía atada a mi cintura.
La mirada del príncipe era de asombro, y un tanto aturdida. Al recobrarme, empecé a forcejear, tratando de zafarme de su apretón, porque me sujetaba por la cintura. Tal vez por reflejo. Sentía sus manos calientes en mi espalda desnuda, porque la túnica se me había subido por la cuerda que arrastró el gato, muy por encima del cinturón. Menos mal que llevaba bustier. Pero qué vergüenza: el príncipe me tocaba allí, en la espalda, y sentía bajo sus dedos una prenda íntima de mi guardarropa.
—Suélteme —susurré por alguna razón, moviéndome sobre él, intentando liberarme—. Perdone, su gato…
Pero el príncipe no me dejó terminar ni me soltó. De repente me tomó con una mano por la nuca, acercó mi rostro al suyo y ¡me besó!
¡Oh, Santa Omma! ¿¡Qué está pasando aquí!? ¡El príncipe me besó! Estaba tan desconcertada que ni siquiera pude resistirme. Sus labios se apoderaron de los míos con descaro, invadiendo mi boca con agresiva pasión, y los dedos de su otra mano comenzaron a deslizarse por mi espalda desnuda, adentrándose bajo el bustier.
—Mmm-mmm-mmm —por fin reaccioné, girando la cabeza, tratando de apartarme de ese beso, de librarme de esa húmeda y ardiente blandura. Sus labios eran... dulces. Eso lo noté en el borde de la conciencia, porque empecé a marearme (¡oh, Omma, ¿qué me pasa?!).
Pero él no paraba. Sostenía mi cabeza, y parecía disfrutar mis intentos de zafarme. Forcejeé más, gruñí, pero él seguía besándome. Hasta que el gato al lado soltó un sonoro “¡Miau!” y le tiró al príncipe en plena cabeza la bolsita húmeda y babeada de la albóndiga. Esta resbaló por su mejilla, cayó junto a su oreja y desprendió un perfume abrumador a carne…
—¿Pero qué…? —el príncipe se apartó de mí, soltó mi cabeza por la sorpresa y aflojó el agarre en mi espalda.
Esta vez no me perdí. Me incorporé de un salto y grité:
—¡¿Qué se cree que está haciendo?!
No encontraba palabras. Estaba jadeando, tanto por la carrera por los pasillos del palacio como por el beso, del cual aún no me reponía.
Y el gato, grande, feo, sucio, cubierto de mechones enredados, de pronto se acercó a mí y se frotó contra mis piernas. O más bien, contra mi cintura, porque me llegaba casi hasta allí.
Desde su peluda cara se oyó un ronroneo satisfecho y fuerte.
El príncipe seguía sentado en el suelo, mirando al gato con desconcierto, y luego dirigió la vista hacia la bolsita babeada, informe, que yacía junto a él, siguió con la mirada la cuerda que conducía hasta mi cintura. Y luego me miró.
Me bajé la túnica con nerviosismo para que no quedara levantada. Pero la cuerda salía igual de debajo de ella, conectada a esa condenada bolsa.
—¿Qué es esto? —preguntó el príncipe, y, con gesto de asco, levantó la bolsita por la cuerda. Esta se balanceó frente a su rostro, y el gato ronroneó aún más fuerte, y de tanta emoción, me empujó con su cabeza peluda y áspera hasta hacerme tambalear hacia el príncipe. Me enderecé, le arranqué la bolsita de las manos y respondí, ya más recuperada de todo lo que acababa de pasarme.
—¡Es una albóndiga! Una bolsita con albóndiga. ¡Para el gatito! ¡Mire en qué estado está! ¡Su gato no ha comido en días! ¡Lo tiene completamente descuidado! ¡Eso no se hace! ¡Usted puede sufrir, sí, pero a un animalito hay que cuidarlo! —señalé a la “criaturita”, y el gato se frotó contra mi brazo con su rostro áspero y sucio.
Era extraño, este gato. Por fuera, un monstruo. Terrible. Del Glorius había huido de él. Seguro que todos en el palacio real le temen. Pero por alguna razón, a mí... parecía haberme tomado cariño. Se restregaba contra mí, a su manera.
—¡Quiero hablar con tu amo! ¡Ve, no molestes por ahora! —le dije al gato sin mucha esperanza de que me obedeciera. Pero él, de pronto, con un solo salto, cubrió la distancia hasta la cama del príncipe y se acomodó allí, sin dejar de ronronear.
Editado: 27.05.2025