El ruido del portoncito de la entrada la sobresaltó. Se destapó apenas; lo suficiente como para asomar los ojos por encima de las azaleas que, por cierto, se veían fantásticas. ¿Alguien intentaba entrar? Afinó la vista. Era su vecina. Verónica Robles. ¿Qué hacía? La joven se estiraba sobre las puntas de los pies. ¿Qué intentaba ver? ¿La buscaría a ella? ¿A Tutu? ¿Por qué no golpeaba? ¿O tocaba el timbre? ¿Habría tocado? Tal vez se había dormido y no lo escuchó sonar. No tenía ganas de hablar con ella; en donde le dijera «hola» no se la sacaría más de encima. Pero Verónica no se iría fácilmente. Seguramente había visto que Tutu había salido en la camioneta y que estaba solo, por ende, que ella seguía dentro de la casa. Querría sonsacarle si habían peleado. ¡Uf! Definitivamente, no tenía ganas de soportarla, le haría creer que estaba en la playa y no la había escuchado.
Se quedó muy quieta, conteniendo la respiración, el aire olía a miel y a vainilla. ¿Le habría traído ese postre que tanto le gustaba a Tutu? ¡Si será zorra! ¡Buena excusa para venir a sonsacarle! Pero ¿qué hace esta mujer? ¡Se está metiendo en mi propiedad! ¿Quién le dio permiso?
Ernestina vió con asombro cómo Verónica Robles abría el portoncito de madera y se metía por el jardín. Pasó por su lado pero como llevaba la vista fija en la casa no la vió, ni siquiera sospechó que estaba escondida entre las plantas.
Tuvo ganas de pegar un grito, solo por el placer de asustarla. Pero tenía en las manos un pequeño paquete, se le caería por todo el pasillo de lajas que tanto le había costado hacer que Tutu barnizara. Sí, la muy ladina había comprado postre de miel y vainilla. ¡Qué bien olía! Suerte que no tenía hambre, o no hubiera resistido quedarse escondida tras las azaleas.
Verónica Robles se acercó a las ventanas y, haciendo pantalla con su mano libre, intentó ver adentro. Luego fue hacia la puerta. ¡Tutu no puso llave cuando salió! No pensará entrar...! Sí, estaba entrando.
La vecina bajó lentamente el pomo de la puerta y la abrió.
—¡Tupac! —llamó con voz suave. ¿Acaso no sabe que no está? ¡Claro que sabe! ¡Si por eso vino esta malnacida!
Verónica abrió la puerta de par en par y entró.
—¡Tupac! —volvió a llamar. Ernestina salió de su escondite y empezó a caminar sigilosamente hacia la entrada, con pasos cortos, tratando de hacer el menor ruido posible. Espió a través de la puerta abierta. La vecina estaba dejando el postre sobre el desayunador y miraba hacia todos lados. ¡Será curiosa! Estuvo tentada de cerrar la puerta de un golpe para que la muchacha se lleve el susto de su vida. Pero necesitaba averiguar qué estaba haciendo en su casa.
La joven recorrió la sala con cuidado de no mover nada; miró hacia la playa a través del ventanal y se llevó la mano a la boca para ahogar un gemido. ¿Está llorando? ¡Ah, no! ¡Ahora sí que tenía que averiguar qué estaba pasando! La miró bien. Era una linda chica, ¿se había cortado el pelo? ¿cuándo? Estaba segura de haberla visto el día anterior con su larga melena oscura paseando por la playa, ¿o había sido antes de ayer?
Verónica siguió recorriendo sigilosamente la sala, se detuvo frente al sillón blanco; parecía estar estudiando la campera. Cruzó los brazos y giró medio cuerpo hacia la puerta, como para asegurarse que no había nadie. Suerte que Ernestina siempre había sido buena con los reflejos y alcanzó a parapetarse detrás de la pared, evitando que la vea. Esperó unos segundos y se asomó nuevamente. Se agachó y entró a gatas; fue a esconderse tras el desayunador.
De pronto Verónica miró hacia la escalera y se dirigió, muy resuelta, hacia ella. ¡No pensará ir a nuestro cuarto!
La vecina subió los escalones con gran velocidad y detrás fue Ernestina, que no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. Se agazapó tras un pequeño modular del pasillo y por un espejo la vió tenderse sobre la cama a mirar el techo, con las manos entrecruzadas detras de la cabeza. No alcanzaba a ver su cara ¿debería llamar a la policía? Se puso en pie muy lentamente y entonces sí vio su rostro ¡estaba sonriendo! ¿qué...hace?
Verónica se levantó de un salto y se miró en el espejo del tocador, se sentó en la butaca y abrió el cajón más alto. Ocultó su rostro entre sus manos. ¿Por qué llora? ¿Qué hace? ¡Tiene un cuchillo! Está cortando mi ropa interior, la está haciendo jirones... ¿Por qué?
Roja de furia se paró en la entrada de la habitación y la miró con los ojos en llamas.
—¿Qué estás haciendo? —le gritó al tiempo que estampaba la puerta contra la pared abriéndola de par en par. Verónica se tomó la cara, dio un alarido y salió corriendo. Ella fue detrás. La vecina gritaba como una loca mientras bajaba los escalones de dos en dos, agarrándose de la barandilla con ambas manos. Ernestina estaba enfurecida.
—¡Vení acá! ¡Explicame qué estabas haciendo!
Verónica intentaba abrir el portoncito del jardín que, evidentemente, se había trabado. Volvió a gritar y salió corriendo. Cruzó la carretera sin mirar a los lados, suerte que ningún automóvil pasó en ese momento. De todos modos, a Ernestina se le erizó la piel cuando la vio tan a tontas y a locas.
¡Santo Cielo! —exclamó—. ¡No esperaba que se asustara de esa forma!
Igual sintió una pequeña satisfacción que la hizo sonreír para sus adentros. Se metió nuevamente en su casa, la puerta había quedado abierta y así la dejó. Fue a su habitación, su ropa interior estaba tirada por el piso, sus maquillajes, el enorme oso de peluche que Tutu le había regalado cuando cumplieron su primer aniversario... ¡Cuánto tiempo había pasado!
Otra vez escuchó la puerta. Se asomó por la barandilla. Otra vez Verónica... con un cuchillo... ¿Qué...hace?
Instintivamente se apartó hacia su derecha, quedando escondida en la oscuridad de una columna que ocultaba los caños del agua que venían desde abajo, conteniendo la respiración.