Tutu y Verónica quedaron estáticos al sentir el ruido del metal contra el piso. Ernestina alcanzó a escurrirse bajo la cama.
—¿Qué fue eso? —preguntó el muchacho, apartando a Verónica de un ligero empellón.
—No sé —respondió ella, agitada—, algo se cayó.
Tutu se dispuso a levantarse para averiguarlo. Con la vista fija en la puerta giró y estiró sus pies hacia el piso.
—¡Mierda! —masculló. Había pisado el cuchillo al que se quedó mirando durante una fracción de segundo, luego se agachó para recogerlo. Ernestina se encogió contra la pared y apretó los puños sobre la boca, conteniendo la respiración.
—Debe haber caído con el movimiento de la cama —rió Verónica. Él lo dejó nuevamente sobre la mesita y se recostó a su lado, bufando.
—¿Te asustaste? —bromeó la chica.
—La verdad que sí, pensé que había entrado alguien —suspiró—. No me gusta estar con vos en esta cama.
Verónica le revolvió el cabello y le dió un beso en la mejilla.
—La podemos vender. O podemos ir a un hotel. —Su risa sonó cantarina y fresca.
A Ernestina le sonó a escarnio y a veneno. Acurrucada bajo la cama, lloraba en silencio, con el alma apretada de dolor, de rabia y de impotencia. Quería gritar, pero el miedo la paralizaba. Ellos tenían un cuchillo.
Pensarían, seguramente, que estaba en la playa; era la hora en la que solía ir a mirar el mar. ¿Lo hacían siempre que iba a mirar el mar? ¿En su cama? ¿Tan ilusa había sido? El dolor, indefectiblemente, dió lugar a la rabia, luego a la frustración, y finalmente, a la ira.
Un pie de Verónica se asomó bajo las mantas y bailoteaba a centímetros del piso. Lo vio a través del espejo que cubría íntegramente la puerta del baño lo tenía al alcance de su mano. Podría agarrarla por el tobillo y darle un susto de muerte. Pero aún quedaba Tutu, él la vería y sabría que los había visto. Ambos lo sabrían. Y tenían un cuchillo. Tenía que esperar que salieran de la habitación. O se quedaran dormidos. Pero era temprano para eso. El sol aún estaba alto. ¿Por eso lloraba Tutu? ¿Porque pensaba dejarla y de algún modo sentía culpa? ¿Sentiría culpa? ¡Y la muy turra lo consolaba!
La cama empezó a moverse de nuevo. ¡Menos mal que no te gustaba hacerlo en «nuestra» cama!
Otra oportunidad se le presentaba. Estarían tan ensimismados uno con el otro, que podría hacerse con el cuchillo y rebanarle la cabeza a Verónica o cortarle una teta de cuajo, o podría meterle el cuchillo en el culo y retorcerlo hasta arrancarle las vísceras, mientras se desangraba lentamente.
Una sonrisa se le dibujó en el rostro. También le podría cortar los genitales a Tutu... ¡No! Jamás le haría daño a él. Aunque se lo mereciera.
No haría nada de todo éso. Tenía que agarrar ese cuchillo y huir. Nada más. Ella no era una asesina.
Finalmente decidió que era mejor olvidarse del arma y salir de allí. Fue deslizándose hasta la puerta en cuatro patas, mientras los dos infelices seguían la fiesta en su propia cama.
Asco. Al fin, todo se redujo a esa única sensación, le daban asco.
Bajó la escalera mirando siempre hacia arriba, con todo el cuidado de no hacer el menor ruido. El sol tan hermoso y esto está todo en penumbras. Dio la vuelta al desayunador y fue directo al cajón de los cubiertos, pensó en sacar de allí el cuchillo de carnicero, el más grande que tenían. El que usaba Tutu cuando hacía asado con el idiota de Alejandro. O una cuchara. Podría destapar el recipiente que había traído Verónica y comerse todo el flan mientras esperaba que bajasen y enfrentarlos, cuchillo en mano. Cerca de la puerta, claro. Para huir ni bien la cosa se pusiera densa. Huir a los gritos, para que todos sus vecinos supieran qué clase de mujer era Verónica Robles.
Se sentó en una de las butacas y miró distraídamente a su alrededor, mientras los gemidos llegaban desde arriba.
Algo le llamó la atención. Al frente estaba la puerta plateada del horno, sobre su cabeza, una dicroica proyectaba un haz de luz justo sobre la butaca en que se encontraba. Cerró fuerte los ojos y volvió a abrirlos. Se inclinó un poco sobre la mesa para ver mejor el horno y un frío le corrió por la espina. Recordó el espejo del dormitorio, cuando Verónica sacó el pie de la cama. No podía ser. Estiró la mano para atrapar el enorme cenicero cromado y verse en él, pero estaba muy al final de la mesa y se le resbaló, cayendo estrepitosamente al suelo. Instintivamente giró la cabeza y miró hacia la puerta de la habitación.
Tutu se asomó por la barandilla. Ernestina estuvo a punto de tirarse al piso. Pero no lo hizo. La columna de la escalera la ocultaría desde donde estaba su marido. Un miedo mórbido se apoderó de ella.
—¿Quién anda ahí? —preguntó el joven a viva voz.
—S..s..soy... yo... —respondió Ernestina, incapaz de elevar la voz, apenas le salió un susurro.
Verónica Robles apareció detrás de Tupac, completamente desnuda.
—¡Basta! ¡No hay nadie! —le dijo, acariciando su espalda.
—Andate —le pidió él con los ojos llenos de lágrimas.
Verónica curvó una sonrisa enojosa.
—¿Qué?
—Por favor —suplicó en un hilo de voz, agachando la cabeza.
—¿Me estás hablando en serio?
Tutu asintió, recostado en el barandal.
Verónica dio media vuelta y entró en el cuarto para regresar con su ropa en la mano. Se vistió a toda prisa delante de él, mientras lo miraba con una mezcla de impotencia y de rabia.