Construíme

Capítulo Cero - El pasado destruido

CAPÍTULO CERO

El pasado destruido

Si alguien me hubiese dicho en algún momento de la vida, que iba a encontrarme en una situación tan asquerosa como esta, me le hubiera reído en la cara mientras negaba con la cabeza y me largaba de ahí, porque consideraba que su comentario era demasiado estúpido e innecesario, considerando que, a mis ojos, mi vida sería perfecta por siempre.

Pero ahora no podía hacer más que gritar. Gritar y llorar como una posesa. Retorciéndome entre las sábanas naranjas de mi cama como si algo dentro de mí se estuviese comiendo la carne que me rodeaba los huesos. Con la espalda cubierta de transpiración y el fuego quemando el interior de mis pulmones en cada inhalación que daba, buscando desesperadamente el aire que sentía que jamás llegaba.

Nada tenía sentido. No había ninguna clase de lógica, ni siquiera una retorcida que me hiciera comprenderlo todo a pesar del dolor.

El mundo que giraba a mi alrededor era maravilloso. O al menos lo había sido hasta que el destino decidió que estaba siendo demasiado feliz y que por ello debía sentir dolor. Sin embargo, el dolor que me había recetado, era uno implacable, uno que parecía nunca tener fin, uno que me había abierto un hueco en el pecho y me hacía soltar gritos cargados de la más pura de las agonías; un dolor que se hacía sentir hasta en las yemas de mis dedos, con los cuales hacía girones sobre las sábanas mientras las personas a mi alrededor me decían que me calmara.

¿Cómo es que se atrevían a decirme algo así? Se escuchaba como que le daban insignificancia a los problemas que estaban atropellándome; problemas que se sentían como si el universo acabara de estallar y un agujero negro se estuviera comiendo los pedazos que quedaban.

Cuando en primer grado, Mayra y yo nos conocimos chocándonos las cabezas en una clase de gimnasia, creí que nuestra amistad sería de esas eternas que las películas siempre nos muestran como parte de la realidad absoluta. Fue así. O al menos, por una parte de esa vida, que de un día para el otro se había transformado. Porque diez años después, diez años en los que nuestra amistad y el cariño de la una por la otra me había hecho creer que éramos inseparables, Mayra se había aparecido para clavarme un cuchillo de carnicería en medio de la espalda y para alejarse luego, dejándome clavada al piso para que me desangrase en tortuosa agonía.

—Yo no fui—chillaba una y otra vez, con la garganta hecha mierda. Había repetido aquella frase un millón de meses en los últimos meses y delante de todas las personas que me miraban como si fuera un monstruo.

Empecé a toser sin control mientras las lágrimas empapaban mi cara, el susurro de los pasillos de la escuela se repitió en mi cabeza para torturarme, al igual que la imagen de Graciela, la mamá de Mayra, apuntándome con el dedo y declarándome culpable de las miserias de su hija.

Todo había sido demasiado para mí, todos los sucesos me habían trastornado.

Sobre todo porque ni Graciela ni Mayra estaban dispuestas a dejarme en paz, porque decir que era inocente de todo pecado que se relacionara a aquella mierda, no era suficiente.

Sentía que los pulmones me estaban por estallar en cada exhalación acompañada de las tres miserables palabras que nadie estaba dispuesto a creerme, y que salían de mi boca con dificultad. Sentía, que si en ese momento no podía tranquilizarme aunque sea un poco, finalmente iba a morirme de dolor.

La peor parte de todo, es esa en la que no podía comprender por qué me pasaba esto a mí. Los meses de dolor y rechazo me habían empujado al abismo mismo, y lo había perdido todo por entre mis dedos, como granos de arena deslizándose fuera de las manos. Había intentado cubrir el dolor con situaciones felices, había intentado seguir adelante por mí y por mi familia, había intentado hacer como si nada hubiera sucedido y también como si nunca hubiera conocido a Mayra. Pero no parecía ser suficiente.

Mayra no iba a dejarme en paz nunca, ella siempre volvería a aparecer para recordarme que si ella no era feliz, tampoco permitiría que yo lo fuera.

Ese pensamiento solo provocaba que me retorciera aún más, sintiendo que el corazón se me estrujaba en el pecho.

—No puedo más—sollocé—. Que pare. Por favor. Basta.

Todo lo vivido en los últimos meses se repetía en mi cabeza como una diapositiva de Power Point, mientras me tiraba de los pelos y lanzaba patadas al aire, con las lágrimas ardiendo sobre mis mejillas y mi respiración alzándose más descontrolada que nunca. El pulso sanguíneo me latía violentamente en las venas, unas que podrían haber explotado en cualquier instante debido a la presión.




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