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9. Tres cosas importantes

Zack:

“Porque eras mi mejor amigo y te extrañé.”

“Que tienes los ojos más bonitos del mundo.”

“Porque eras mi mejor amigo y te extrañé.”

“Que tienes los ojos más bonitos del mundo.”

“Porque eras mi mejor amigo y te extrañé.”

“Que tienes los ojos más bonitos del mundo.”

Sus palabras se repiten una y otra vez en mi mente, burlándose de mí y de todo lo que creí saber hasta el momento. No sé qué esperaba realmente cuando me decidí a preguntar, pero jamás imaginé esas respuestas.

Han pasado dos o tres minutos, no estoy seguro, de que cometí el grave error de preguntar. ¿Han escuchado alguna vez la frase de que no preguntes si no quieres saber la respuesta? Es totalmente cierta y, por idiota, ahora estoy apoyado contra la puerta de su habitación, con la cabeza atiborrada de pensamientos contradictorios, mientras reúno el valor de regresar a la sala.

Un ruido proveniente de la cocina me saca de mis pensamientos y, temeroso de que alguno de mis amigos me vea justo ahora, entro al baño. Me enjuago el rostro con un poco de agua fría y una vez lo seco, me siento encima de la tapa del váter. Coloco los codos sobre mis muslos y hundo la cabeza en mis manos con la punta de mis dedos enterradas en mi pelo para masajear el cuero cabelludo.

Este día ha sido infernal. No por malo exactamente, sino porque hace mucho no estaba tan tenso; sabía que nada bueno iba a salir de esta dichosa reunión y no estaba muy equivocado. Estoy jugando con fuego y mis amigos no hacen más que avivarlo con sus acciones.

Suspiro profundo mientras analizo los sucesos del día, comenzando con el maldito flan… No, error, debo remontarme un poco antes, a anoche para ser más específico, justo con esa maldita llamada que nunca debí hacer o un poco antes, cuando sus padres me llamaron a mí.

Tuve la oportunidad perfecta para negarme, para arruinar la inminente reunión que el maldito Lucas, alguien que estoy empezando a dudar seriamente de que sea mi mejor amigo, se inventó, pero no lo hice. O, mejor dicho, no pude hacerlo. Cuando mi mirada se cruzó con la de Annalía, había una especie de mezcla de emoción y temor que removió algo en mí. Emoción ante la posible experiencia, temor al saber que todo dependía de mi respuesta y que, por como había estado actuando hasta el momento, todo indicaba que iba a ser en contra.

Y sí, ese fue precisamente mi primer pensamiento; pero nunca he podido negarle nada a esos ojitos de perrito lastimero que acostumbra a utilizar cuando quiere conseguir algo. Es la debilidad de toda la familia y ella lo sabe.

Cuando me vi luchando para que le dieran permiso, intenté convencerme de que todo estaría bien, de que podría controlar la situación. Debí haber supuesto que eso no era posible.

Más tarde, cuando Annalía me escribió para agradecerme por haberla ayudado, debí tomarlo como una enorme advertencia de que, por más que lo quisiera, no podría controlar la situación. Con ella, mis defensas caen demasiado rápido a pesar de que me esfuerzo por mantenerlas en alto. Cuando me dijo que, al ayudarla, parecía como si no la odiase de verdad, tendría que haberme limitado a escribirle un mensaje desmintiendo esa idea que yo mismo me encargué de crear.

Pero no, ahí fue el idiota a llamarla para que le quedara claro que, aun cuando no podía decirle la verdadera razón de por qué estaba siendo un imbécil porque sí, no existen muchas formas mejores de llamarme ante mi comportamiento, no la odiaba realmente. Si hubiese colgado ahí, todo habría ido bien, pero tuve que seguir metiendo la pata haciendo preguntas que, si bien me emocionaron sus respuestas, para mí propia salud mental, era mejor no saberlas.

Me dijo que quería a su amigo de vuelta, que me había extrañado y juro por Dios que jamás seré capaz de explicarles el cúmulo de emociones que esas simples palabras provocaron en mí. Tuve que colgarle inventándome la excusa más absurda que se me ocurrió porque por un momento temí decirle algo de lo que sabía que terminaría arrepintiéndome después.

Podrán pensar que para los años que nos llevamos, es difícil que hayamos tenido tan buena amistad. Sin embargo, no sé si era por nuestra forma de pensar tan parecida, porque siempre estábamos metidos en problemas, por nuestras personalidades hiperactivas o sabrá Dios por qué, pero fue mi mejor amiga hasta el maldito día en que me di cuenta de que éramos víctimas de la jodida maldición de su familia. Me aterró la posibilidad de empezar a verla de otra forma y me alejé. Estúpido pensamiento porque al final terminé haciéndolo igual.

El punto es que fuimos mejores amigos y, aunque me pese admitirlo, los dos años que estuvo fuera, la extrañe muchísimo. Tal vez esa sea la razón por la que guardé la foto que me regaló como si fuera un maldito tesoro; pero no nos adelantemos, ya llegaré ahí.

Regresando a los sucesos que han hecho del día de hoy una auténtica locura y una prueba a mi autocontrol, está el maldito flan. Todo el que conoce a Annalía Andersson Scott sabe de su debilidad hacia ese postre, mucho más si lo hace mi madre. Cuando lo recibí anoche, la primera persona que vino a mi mente fue ella y me encontré sonriendo como un tonto al imaginarme su cara cuando lo viera.

Me pasé toda la mañana reprimiendo los deseos de ir a la sala de oncología a verla y brindarle. Estaba convencido de que lo iba a amar. A pesar de mis ansias, logré reprimirme, aunque no conseguí eliminar la emoción ante la idea de verla durante el almuerzo.




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