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12. ¿Me estás coqueteando?

Zack:

—Venga, terminemos esa lasaña. Tengo hambre.

Me alejo de ella y voy directo al refrigerador para sacar dos cervezas. Le tiendo una y luego de abrir la mía, le doy un largo trago. Pongo un poco de música para distraernos y nos ponemos de lleno a terminar nuestra cena. Una hora después, tenemos la lasaña encima de la isla de la cocina.

—Joder, huele delicioso —murmura mientras se acerca a ella olisqueándola.

—Dame diez minutos para darme un baño, ¿vale?

Ella asiente con la cabeza y me dice que mientras tanto, verá un poco de televisión. Quince minutos después, salgo de mi habitación vestido únicamente con un short y cuando llego a la cocina, lo primero que noto es que ha puesto la mesa, ¿lo segundo?, que me está comiendo con los ojos.

—¿Te gusta lo que ves? —pregunto sin poder detenerme y sus mejillas se sonrojan con rapidez.

—Si no fueras tú, puedes apostar que sí.

Enarco una ceja, un poco divertido, mientras me cruzo de brazos flexionando mis músculos. Sus ojos curiosos se desvían unos segundos a esa zona y se humedece los labios con la punta de su lengua.

Mierda.

—¿Si no fuera yo? —pregunto, regresando mi atención a la conversación, pues ese gesto ha sido jodidamente sexy.

Se aclara la garganta.

—Sí, ya sabes. Familia.

—¿En serio? Porque yo pienso que eres preciosa y definitivamente no te veo como familia.

Frunce el ceño.

—No logro identificar si lo dices como algo bueno o malo.

Sonriendo, me acerco a ella y golpeo la punta de su nariz con mi dedo índice.

—Definitivamente es algo bueno.

Le sostengo la mirada durante unos segundos para luego bajarla a sus labios. A sus muy apetecibles labios; esos que me muero por besar, morder, saborear. ¿Por qué tiene que ser menor de edad?

—¿Me estás coqueteando? —pregunta de repente y juro que, si no me hubiese tomado desprevenido, me estaría riendo ante su confusión.

Una parte de mí me dice que debo negar su pregunta y alejarme, pero estoy demasiado cansado de hacer eso, así que sonrío de esa forma que sé que derrite a las tías.

—¿Te molesta?

Annalía abre la boca, pero la vuelve a cerrar. Repite el gesto varias veces y yo decido apiadarme de ella, así que me alejo. Tampoco quiero asustarla.

—Mejor comamos.

Asiente con la cabeza como única respuesta y me uno a ella en la mesa. Corto la lasaña y nos sirvo una buena porción para cada uno.

—Oh, Dios míos, ¡está delicioso! —chilla y por si no fuera suficiente, se le escapa un gemido que me hace imaginarla en mi cama, desnuda y disfrutando de todo lo que llevo tiempo deseando hacerle.

Sí, lo sé, estoy jodido.

—Mierda, ¿quieres casarte conmigo? —pregunta de repente—. Prometo que, si me cocinas así, hago lo que quieras.

—“Lo que quiera”, es un término bastante amplio, Annalía; no deberías proponérselo a cualquiera. Y, sobre tu propuesta de matrimonio, me lo pensaré. —Le guiño un ojo y ella lleva otro bocado a su boca.

Sonrío cuando cierra los ojos, degustándola. Dios, es preciosa.

—Tú no eres cualquiera —dice luego de beber un poco de cerveza—. Confío en ti. Y sobre el matrimonio, era una broma. Solo me casaré si me lo piden con el mismo romanticismo con el que mi hermano se lo propuso a Emma o Bryan a Lu o Dylan a Dani. Estoy enamorada de la historia de esos tres.

Chiflo divertido.

—Eso está difícil de superar.

—Sí, ¿verdad? —Se encoge de hombros—. Tal vez deba bajar el listón un poco.

—No lo hagas; nunca esperes menos de lo que mereces. El hombre que se crea digno de compartir su vida contigo, tendrá que esforzarse para conseguirlo y, si no lo hace, es porque no te merece.

—Gracias.

Asiento con la cabeza como única respuesta.

Terminamos de cenar entre charlas triviales en las que ella me cuenta un poco sobre sus dos años recorriendo el mundo y yo le hablo de mi época de estudiante universitario. Si soy honesto, yo pensaba que había disfrutado esa etapa de mi vida; comparado con sus anécdotas, las mías parecen aburridas.

Estamos tan entretenidos y a gusto, que el tiempo pasa sin que nos demos cuenta, hasta que, mi siempre chismoso mejor amigo, me envía un mensaje con una simple pregunta: “¿Ya la besaste?”

Mi primera reacción es resoplar y estoy a punto de mandarlo a la mierda cuando veo la hora. Ocho y cincuenta y ocho minutos de la noche.

—Joder, Annalía, qué tarde. Ve a vestirte, ya friego yo.

—Yo lo hago.

—Yo me visto rápido. Tú eres una tía y las tías necesitan horas para arreglarse. A ti te queda solo una.

—Vale, pero, solo para que conste, yo no soy como las otras tías.

Eso ya lo sé.




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