Me tomo el segundo café del día mientras repaso la agenda de Dante Baizen. Reunión con inversores a las diez, almuerzo con el director de finanzas, videollamada con Tokio a las diecisiete. Me sé su rutina mejor que la mía. Y aun así, cada mañana siento que voy a la guerra.
Dante Baizen no es el típico jefe exigente. Es un demonio vestido con trajes de Armani, con una sonrisa que derrite a todas las recepcionistas y una mirada que podría cortar acero. A mí no me impresiona. Bueno… al menos eso me repito cada vez que entra en la oficina con ese perfume caro y esa maldita arrogancia en los zapatos.
—Everwood —gruñe su voz desde la puerta de su despacho—. ¿Quién le dijo a Pérez que podía mover la reunión con los proveedores?
Levanto la vista lentamente y lo miro con la mejor cara de “otra vez no”.
—Usted. Ayer. Cuando estaba gritando por teléfono.
Silencio. De esos incómodos. De esos en los que sé que está a punto de decir algo hiriente, pero se lo guarda.
—Entra. Necesito hablar contigo.
Frunzo el ceño. ¿Hablar? ¿Conmigo? Normalmente me da órdenes, me lanza papeles o me ignora. Algo no está bien.
Camino hasta su despacho con paso firme. Su oficina es amplia, minimalista, con ventanales que muestran la ciudad como si él fuese el rey observando su imperio. Cierra la puerta detrás de mí. Eso no es buena señal.
—Si es por lo de Pérez, tengo el correo donde usted autorizó el cambio —aclaro de entrada, cruzando los brazos.
—No es eso. Siéntate.
Su tono es más… humano. Como si tuviera garganta y no solo hielo en las cuerdas vocales. Me siento, pero lo vigilo como si estuviera frente a un animal salvaje. Y, en cierto modo, lo estoy.
—Necesito que me ayudes con algo personal —dice, y juro que escuché mal.
—¿Personal? ¿Usted?
Asiente. Se sienta frente a mí, se quita el reloj de lujo y lo deja sobre el escritorio.
—Es sobre una condición del testamento de mi padre.
Ah, claro. El difunto Baizen. Fundador de Baizen Enterprises y uno de los hombres más poderosos del país. Murió hace tres meses y dejó una herencia monstruosa.
—Para poder quedarme con el control total de la empresa, debo casarme antes de mi cumpleaños número treinta y cinco —dice sin mirarme.
Parpadeo.
—¿Y qué quiere que haga? ¿Le busque una esposa por catálogo?
Levanta la vista. Su mirada es intensa, calculadora.
—No. Quiero que seas tú.
La risa me escapa antes de poder evitarlo. Es rápida, fuerte, sarcástica.
—¿Está bromeando?
—Jamás bromeo con asuntos legales, Everwood. Quiero que te cases conmigo. Falsamente. Por contrato. Un año. Luego, divorcio. Dinero, recomendación, libertad. Lo que quieras.
Mi corazón late con fuerza. No porque me emocione. Sino porque este hombre acaba de perder la cabeza.
—¿Y por qué yo? —pregunto, sin entender nada.
—Porque te odio lo suficiente como para saber que no me enamoraré de ti. Y tú sientes lo mismo. No hay riesgo.
Y ahí está. La propuesta más absurda y peligrosa de mi vida.
Y, por alguna razón que todavía no comprendo…
…no la descarto de inmediato.