No duermo en toda la noche. Me doy vueltas en la cama, con la imagen de Dante Baizen mirándome fijamente mientras dice: “Quiero que seas tú”. Como si se tratara de pedirme que le pase un informe, no que finja ser su esposa ante el mundo entero.
A la mañana siguiente, me presento en la oficina con la decisión firme de rechazarlo. Pero cuando lo veo en su despacho, de pie, con el saco colgado del respaldo de la silla y las mangas de la camisa arremangadas, siento que algo en mí vacila. Maldita sea.
—¿Has pensado en mi propuesta? —pregunta sin levantar la vista del monitor.
—No fue una propuesta, fue un chantaje disfrazado de trato —respondo cruzando los brazos.
Dante sonríe apenas. Una sonrisa que no llega a sus ojos.
—¿Y tu respuesta?
—Depende —digo—. Quiero dejar algo claro: si acepto, será bajo mis condiciones.
Cierra la laptop con lentitud, como si supiera que lo que viene es importante.
—Te escucho.
—Primero: quiero un contrato firmado, con cláusulas claras. Segundo: durante este año, seguiré trabajando, pero no dejaré que interfieras en mi vida personal. Tercero: quiero un fondo económico blindado, por si todo esto explota en mi cara.
Dante asiente, serio, como si lo que digo no lo sorprendiera en absoluto.
—Hecho. ¿Algo más?
Lo miro fijamente.
—Sí. No me toques. Esto es un matrimonio de papel. Nada más.
Él se inclina hacia mí, apoyando los codos sobre el escritorio.
—No tengo la menor intención de tocarte, Everwood.
Y por alguna razón, eso me molesta.
—Perfecto. Entonces tenemos un trato —digo, intentando sonar firme.
Extiende la mano. Su piel es cálida, firme, dominante. La mía tiembla un poco cuando la acepto.
—Bienvenida al infierno —dice con su voz grave.
—Ya estaba en él desde que acepté este trabajo —murmuro.
Y así, sin quererlo, me convierto en la futura señora Baizen.
Por contrato. Por locura. Por dinero.
O tal vez… por algo más que todavía no estoy lista para admitir.