La luz de la mañana entraba por los ventanales de la oficina, tiñendo de un tono ámbar los muebles de caoba y el cuero oscuro del sillón donde Dante permanecía sentado. No había urgencia en sus movimientos. Revisaba un informe con una calma irritante, como si el día no hubiera estado marcado por la adquisición de una empresa entera y, con ella, el control sobre la vida de una joven que ahora esperaba afuera.
El sonido suave de unos pasos en el pasillo llamó su atención. No levantó la vista de inmediato. Dejó que el momento se extendiera, midiendo incluso la incomodidad que su silencio provocaría. Cuando la puerta se abrió, fue su asistente quien habló primero.
—Señor Volkov, la señorita Ariadna está aquí.
Dante levantó la mirada, y la vio por primera vez de pie frente a él, sin la barrera de una mesa de juntas ni el respaldo protector de su padre. Llevaba un vestido claro que parecía resaltar todavía más la suavidad de su piel y la delicadeza de sus facciones. El cabello suelto le caía sobre los hombros en ondas suaves, y en sus manos sostenía una carpeta, como si aferrarse a ella fuera una forma de protegerse.
No se levantó para recibirla. No era un gesto que concediera fácilmente.
—Entra —ordenó, con un tono seco.
Ella obedeció, cerrando la puerta detrás de sí con un movimiento tímido. Dio unos pasos hasta quedar frente a su escritorio, sin atreverse a sentarse. Él la observó en silencio, dejando que la tensión se acomodara entre ambos.
—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó, sin suavizar su voz.
—Porque… —Ariadna dudó, bajando la vista—. Porque ahora usted es el dueño… y supongo que quiere hablar de… del futuro de la empresa.
Dante dejó el informe sobre el escritorio y entrelazó las manos, apoyando los codos sobre la mesa.
—La empresa tiene un futuro. Tú… veremos.
Ella alzó la mirada, sorprendida por la dureza de la respuesta. Él no pestañeó. Se aseguró de que entendiera que no buscaba agradarle.
—No tengo interés en dulces presentaciones ni en conversaciones vacías —continuó—. Tu padre vendió más que un edificio y un nombre. Vendió todo lo que podía ser usado en su contra… y eso te incluye a ti.
Ariadna sintió que algo se apretaba en su pecho. No entendía del todo qué implicaba esa frase, pero la forma en que la pronunció le dejó claro que no era una metáfora.
—No soy… —comenzó a decir, pero se detuvo, consciente de que no tenía argumentos sólidos.
Dante se levantó entonces, caminando alrededor del escritorio con pasos lentos, como un depredador que mide la distancia antes de atacar. Se detuvo frente a ella, lo suficientemente cerca para que pudiera sentir su sombra cubrirla.
—Eres una pieza más —dijo en voz baja, casi como si fuera un secreto—. No te confundas pensando que esto es un trato entre iguales.
Ella tragó saliva, intentando mantener la calma. No estaba acostumbrada a que la trataran así, y mucho menos un extraño. Pero había algo en su mirada, una mezcla de hielo y cálculo, que la inmovilizaba.
—Y sin embargo… —continuó él, ladeando apenas la cabeza—, tendrás que aprender a estar aquí. A escuchar. A cumplir.
Dante dio un paso atrás, como si la conversación hubiera concluido, y volvió a su asiento.
—Siéntate.
Ella obedeció, apoyando la carpeta sobre sus rodillas.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó con cautela.
—Nada —respondió, sin mirarla—. Por ahora, observarás. Y te quedarás fuera de cualquier decisión importante. No confío en ti, Ariadna. Ni lo haré. Pero he de tenerte cerca y los acuerdos los cumplo.
Sus palabras fueron un golpe frío, pero lo dijo con tal neutralidad que parecía una simple declaración de hechos. Ella no supo qué responder.
La reunión terminó cuando el se quedó en silencio. Cuando ella salió de la oficina, Dante se quedó mirando el ventanal, con una ligera curva en los labios. No era una sonrisa. Era el gesto satisfecho de un hombre que acababa de colocar otra pieza en su tablero.
***
La caja llegó poco antes del mediodía: una banda de satén negro, una tarjeta sin firma y un vestido del mismo tono que un cielo sin luna. Ariadna la miró como si adentro hubiera un animal vivo. La tela era fría, pesada, con un brillo sutil que parecía tragarse la luz. En la tarjeta, dos palabras escritas con pluma: “Esta noche.”
No preguntó quién la había enviado. No hacía falta. Desde la reunión del día anterior, todo en el edificio respiraba el nombre de Dante Volkov. Secretarias que bajaban la voz al pronunciarlo, directivos que se cuadraban de repente, mensajeros que parecían conocer rutas nuevas para llegar a su oficina. Él no levantaba la voz; no lo necesitaba.
—Es una recepción de bienvenida —explicó Mara, la asistente de protocolo, cuando fue a buscarla al final de la tarde—. La prensa tendrá acceso durante los primeros veinte minutos. Hay lista cerrada. Usted… —la miró de arriba abajo—, debería cambiarse aquí. El señor Volkov desea que esté lista a las siete.
Ariadna apretó la caja contra el pecho. “Desea.” No “pide”. No “sugiere”. Desea. Como si desear fuera ya un mandato.
Se cambió en el baño de invitados del piso ejecutivo. El espejo mostraba a una chica con los hombros desnudos y la espalda atrapada por un corsé discreto. El vestido le caía hasta el suelo como una sombra obediente. Se dejó el cabello suelto, con ondas suaves que Mara roció con algo que olía a jazmín y a control. Un collar de oro pálido y aretes mínimos completaban la imagen.
—Reglas —dijo Mara, con la eficiencia de quien repite un credo—. No hable con la prensa. No beba nada que no le traigan desde la mesa principal. Si alguien le hace una pregunta sobre su padre, responda: “No haré comentarios.” Si el señor Volkov la llama, usted acude. Y siempre, siempre, se coloca a su izquierda.
—¿A su izquierda?
—La derecha es para socios —respondió, como si fuese una ley antigua.
La condujeron por corredores alfombrados hasta el salón principal. Ariadna reconoció el lugar: la misma sala donde, años atrás, su madre había organizado una gala benéfica. Había flores blancas entonces, risas fáciles, música de cuerdas. Esta noche, en cambio, la decoración era sobria y exacta: centros de mesa de cristal oscuro, velas altas, arreglos mínimos. Elegancia que no distraía. El mensaje estaba claro: la nueva empresa no necesitaba adornos para impresionar.
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Editado: 16.09.2025